¿Qué ocurría si de buenas a primeras la antropofagia dejara de ser un tabú casi universal? Tal vez es una pregunta demasiado grosera como para formulársela a personas civilizadas, pero es relevante a la luz de ciertas prácticas comparables que, pese a ser bien conocidas, se benefician de un relativo silencio. Este tema se sugiere, de manera ni ingeniosa ni refinada, en un viejo filme hollywoodense protagonizado por el pésimo actor Charlton Heston. La trama ocurre en el futuro y en ella la escasez de alimentos lleva a un gobierno a poner en práctica, en secreto, la explotación gastronómica de despojos humanos. Hay una ironía etimológica en el hecho de que la palabra sarcófago significa, por sus raíces griegas, “consumidor de carne”, de modo que algún mal crítico de cine podría comentar que en la película se sugiere que, al morir, todo ser humano puede disponer de numerosos sarcófagos vivientes.
En todo caso, para la pregunta del inicio hay una respuesta posible: los millonarios consumirían los ejemplares más ricos de nuestra especie.
Por dicha, en nuestro tiempo parecen estar ya resueltas todas las cuestiones éticas relativas al trasplante de órganos, un ámbito en el que la ciencia médica logra avances cada vez más esperanzadores, solo ensombrecidos por el tráfico ilegal de órganos humanos, fenómeno al que muchos le niegan importancia por considerarlo, si no improbable, de escasa frecuencia. Sin embargo, no faltan las pruebas de que ese espeluznante negocio, que les permite a quienes pueden pagar por ello prolongar sus vidas a costa de las vidas de donadores involuntarios, es sumamente activo: y de que en todos los casos el beneficiario-consumidor sabe muy bien que esa posposición de la muerte es el resultado de un homicidio, lo que la convierte en algo comparable al canibalismo.
De tales pruebas, es impresionante la que fue sustentada en diciembre pasado, ante el Consejo de Europa, sobre el tráfico de órganos del que fueron víctimas cientos de serbios asesinados, con ese fin, por el Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK por sus siglas en albanés), en una operación de la que fueron ejecutores o cómplices no solo el UÇK -ahora “ejército oficial” de Kosovo, la república creada por la OTAN- sino también autoridades políticas kosovares -entre las que se menciona a Hashim Thaçi, actual primer ministro, y el gobierno de la vecina Albania. Lo más inquietante de todo es que del crimen se sabía desde hace bastante tiempo, pero el interés político de una Europa que le sirvió de partera y de madrina a la llamada República de Kosovo lo mantuvo bajo un espeso silencio.