A pesar de las reformas que eliminaron los privilegios más odiosos del régimen de pensiones del Poder Judicial, sus funcionarios aún disfrutan de ventajas que hacen palidecer a las modestas condiciones ofrecidas a la gran mayoría de trabajadores por el régimen de Invalidez, Vejez y Muerte.
Por eso es incomprensible que el Consejo Superior del Poder Judicial decidiera eximir de las reformas legales hechas a partir de 1992 a los empleados judiciales que en esa fecha tenían al menos diez años de servicio.
Antes del 15 de julio de 1992, los funcionarios judiciales se podían pensionar a los 30 años de servicio público, con 55 años de edad y el cien por ciento del mejor salario devengado en los últimos 12 meses de vida laboral. Después de esa fecha, deben cumplir 30 años de servicio y 62 de edad para obtener una pensión equivalente al promedio de los últimos 24 mejores salarios. El monto máximo de la pensión es el ingreso de un diputado, incluidas dietas y gastos de representación, que hoy suman ¢1.229.000.
Estas condiciones le resultaron insuficientes al Consejo Superior del Poder Judicial, que en 1998 interpretó la ley para concluir que no son aplicables a quienes tuvieran diez años de pertenencia al régimen anterior.
La discriminación de este y otros regímenes especiales no puede ser más obvia a los ojos de decenas de miles de trabajadores que laboran al menos 62 años para pensionarse con el 60 por ciento del promedio de los 48 salarios más altos de los últimos cinco años y un tope de ¢465.207, después de cotizar durante unos 39 años. Pero en los últimos días la actitud del Poder Judicial adquirió matices aún más cuestionables, dado el obvio paralelismo de su caso con el de los educadores.
Al amparo de una mala interpretación del Convenio 102 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el Magisterio pretendía obtener para unos 8.000 miembros los beneficios de regímenes ya derogados. Esas aspiraciones eran más modestas que las del Poder Judicial, porque los educadores solo pedían reconocer los beneficios del pasado a quienes hubieran cotizado veinte años, no diez, para el régimen derogado.
Las pretensiones del Magisterio fueron rechazadas a tenor de un dictamen de la Procuraduría que se basa en fallos de la Sala IV para negar que el “derecho de pertenencia” a un régimen impida aplicar los efectos de una reforma a quien haya cotizado determinado número de años para ese régimen en particular.
Este razonamiento, que resultó bueno para los maestros, no lo es para un Poder Judicial que dedica el 12 por ciento del presupuesto de administración de justicia a financiar su régimen especial de jubilaciones.
El tema ha sido objeto de insistentes gestiones del auditor judicial, Hugo Esteban Ramos Gutiérrez, y hasta ameritó la atención de una comisión de magistrados que compartió las dudas del auditor sobre la legalidad de lo resuelto por el Consejo Superior. Aun así, los funcionarios que contaban diez años de servicio en 1992 se siguen pensionando con los beneficios del viejo régimen, como si la Asamblea Legislativa nunca hubiera hecho las reformas.
Cada nueva pensión abulta el gasto que sufragamos todos los ciudadanos. Así ha ocurrido durante la última década y así seguirá ocurriendo mientras el Poder Judicial no decida aplicarse a sí mismo los criterios que con buen tino aplica a los demás.
Por lo pronto, todo indica que la solución se hará esperar porque, según consta en el acta de la sesión de Corte Plena celebrada el 28 de abril pasado, el Poder Judicial no ha logrado siquiera emitir un reglamento de pensiones, aunque lleva años en el intento.