En la discusión política sobre la reforma fiscal, muchos cometen un error de concepto. Piensan que esta será resultado de un consenso entre las fuerzas políticas y sociales. De ahí las invocaciones a deponer intereses particulares en aras de un etéreo interés nacional. Música de ángeles. Es imposible diseñar una propuesta que todo el mundo subscriba en sus conceptos e instrumentos: nunca estaremos de acuerdo en todo, cada uno inevitablemente jalará para su saco. El asunto no es de invocaciones, es de manejo persuasivo de intereses.
Una manera realista de plantearse esa discusión es esta: pensar que la reforma fiscal será el producto del disenso, de maneras distintas de ver las cosas. El punto no es que todos estén filosóficamente de acuerdo con todo, sino de algo diferente: una negociación estratégica, un tome y daca abierto y descarado, donde el “test” de viabilidad no será si el paquete en su conjunto gusta sino si lo que está en la mesa no mata. ¿Por qué este criterio mínimo de aceptación? Porque estamos con el agua al cuello y la inacción tendrá graves consecuencias. Dando, dando y pajarito volando. Mejor es ver la reforma fiscal como una honesta transacción en una plaza de mercado y menos como una discusión filosófica en el ágora ateniense.
Si la cosa es así, los acuerdos iniciales requeridos son elementales: un compromiso de las partes de que habrá negocio, de que al final del día Costa Rica tendrá un sistema fiscal modernizado, y una fecha objetivo. Lo único exigible serán normas mínimas de comportamiento: no se vale caer con mil mociones (eso no es negociar de buena fe, es boicot); no se valen los argumentos del “pobrecito nosotros, que otros paguen” de cualquier pelaje; no patear la mesa si la negociación está siendo abierta y transparente y, aunque nadie está obligado a apoyar la transacción que emerja, no impedir la votación cuando la reforma se presente a plenario.
¿Cuán modernizado saldrá el sistema tributario? Mucho dependerá de la habilidad de los negociadores. Si hay éxito, estaremos condenados a una reforma tributaria tan bastarda que ni las pruebas de ADN determinarán su origen. Eso no implica un monumento a la incoherencia: la ley reflejaría un equilibrio donde ninguna fuerza sale muy tirada, nadie sigue de “gorrón” sin pagar impuestos y al gobierno se le pone en cintura (olvídense de cheques en blanco). En 20 años, el país no ha hecho nada interesante en el tema fiscal: los poderes fácticos lo han impedido y el resultado ha sido una gran injusticia fiscal y social y un Estado sin capacidad para impulsar el desarrollo. Por su parte, el congreso dedicó a repartir exenciones. Todo ese jueguito se acabó: la historia nos alcanzó.