En el inconsistente negocio de estar vivo, el 2016 no fue particularmente bueno. Hablo desde mi experiencia individual, claro, pero sé que esto aplica a muchas otras personas que, como yo, solo esperan que el ciclo venidero sea tantito menos malo que este que agoniza.
Muchas cosas han salido mal en muchos grandes aspectos de la vida, y también en los pequeños aspectos, los ínfimos y personales que, al mismo tiempos, parecen ser enormes a los ojos de quien los padece.
Por supuesto, se podría hacer el argumento de que todos los años pasan muchísimas, incontables cosas, buenas y malas, y que depende de cada quien enfocarse en una tendencia o la otra. Pero, al menos a mí, ver el vaso medio vacío se me ha complicado cada vez más.
He llegado a pensar que una de las razones por las que esto sucede es porque el silencio se acabó. Creo, incluso, que la gente ha olvidado, en buena medida, el valor de la ausencia de ruido.
Es el legado aparente de la existencia dos punto cero que llevamos: preferimos subir una fotografía a una red en busca de capital social que sostener una conversación con sentido y profundidad reales.
Olvidamos cómo construir recuerdos que perduren sin necesidad de convertirse en un post . Les recordamos a nuestros contactos –con cada vlog , con cada snap , con cada Instagram story – que la vida está “ahí afuera”, mientras pasamos el día con la mirada puesta en la pantalla táctil del celular.
Más o menos como yo lo estoy haciendo en este momento, mientras escribo esta columna de opinión.
Agotado por esta frustración, recientemente me refugié en Netflix y, sorpresa, encontré un antídoto bastante eficiente. Hace un mes exacto, el servicio de streaming incluyó en su catálogo la serie documental Tales by light .
Producida por National Geographic , cada episodio de la serie sigue el viaje de un fotógrafo alrededor del planeta; cada uno de ellos se especializa en alguna particularidad del mundo natural o de la experiencia humana, sobre todo en sitios remotos.
El primer capítulo perfila a un fotógrafo que desea capturar en sus imágenes a un grupo de ballenas jorobadas en un ritual de apareamiento. Otro viaja a las entrañas de la cordillera de los Himalayas. Un par se ganan la confianza de tribus indígenas en lugares exóticos del planeta.
Cada historia, eso sí, tiene un punto en común: la ausencia de ruido. La ausencia de entender la vida como una fábrica de likes , sino como un conjunto de situaciones efímeras del que uno no se deja nada más que una experiencia, un recuerdo, una sensación.
Ese, creo yo, es el valor del silencio: ante la ausencia de ruido, afloran únicamente las cosas que de verdad importan, las que se comparten en el tiempo y el espacio, y no en una red digital que podría desaparecer en cualquier momento, que no nos pertenece.
Cuando uno recuerda que, ahí afuera, lejos de la pantalla del celular, hay ballenas cruzando el mar, un pleito en Facebook resulta cada vez menos importante y más aburrido.