“¿Y cómo es el profe?”, me preguntó un conocido del colegio cuando coincidimos en un aula universitaria para un curso de economía, cuya primera clase él se había perdido. “Gordo”, fue lo primero que pensé.
Sí, el profesor era gordo, al igual que el compañero que esperaba mi respuesta. Mi descripción fue tan detallada como pude (“buena gente, canoso, bajito, ameno, se ve que sabe de lo que habla”), más dejé por fuera aquel detalle de peso, no por irrelevante, sino porque no encontré el modo correcto de explicarlo. En aquella fracción de segundo, temí que me coloreara de burlista si hacía énfasis en la talla, al mismo tiempo que me sentí estúpido tan solo por pensar en decirle que el profesor era “pochotón”.
Cuando el catedrático finalmente apareció, la mirada de “mae, ¿qué le pasa?” que me lanzó mi compañero lo dijo todo. Y sí, a la fecha aún lo apunto como un momento de absoluta idiotez de mi parte.
Los ticos somos un bicho raro, un híbrido que en privado se deja llevar por la imprudencia y los prejuicios, pero que en público raja de cortés, de correcto, de polite . Cuando estamos en confianza nuestras conversaciones están cargadas de adjetivos para los inmigrantes, los homosexuales, los pequeños, los feos, los niños, los negros, las mujeres, los obesos. Sin embargo, prendemos teas contra aquellos canallas que utilicen el mismo lenguaje en público (doble puntaje si se hace desde un medio de comunicación masiva).
En lo personal, he hecho un esfuerzo por hablar mejor y no usar con tanta ligereza varios términos que a todas luces son ofensivos. Cualquier pedido en ese sentido no solo es lógico, sino necesario. Ahí estamos claros.
Para los periodistas es común enfrentarnos a la tarea de describir personajes al lector, plasmar en palabras sus características internas y externas. Es en ese ejercicio que, en nuestro ánimo de ser correctos al extremo, solemos sorprendernos dando demasiadas vueltas para decir lo que está a la vista.
¿Es relevante referirnos a la contextura de una persona al hacer su perfil? Desde luego que sí, pues nuestro cuerpo es reflejo de la procesión que va por dentro. A la fecha no recuerdo a nadie que se ofendiera por una descripción que muestre a una persona fornida, ejercitada, escultural. Sin embargo, escriba usted que alguien es obeso y siéntese a ver cómo arde Troya.
El sobrepeso es un tema delicado, doloroso para quienes lo padecen. No pocas veces me han descrito como “gordillo” o “relleno” y nunca recibí el adjetivo con una sonrisa. Sin embargo, quien me lo recetó no estaba mintiendo, por más mal que me cayera.
Cualquier descripción de Maradona o Pavarotti ineludiblemente tiene que incluir el tamaño de sus abdómenes. Entonces, ¿por qué no decirlo de un político o un director técnico? En mi niñez, la imagen del expresidente Luis Alberto Monge siempre fue la de un hombre enorme y sobre él siempre escuché referencias en virtud de su peso. ¿Es atrevido entonces, a estas alturas, decir lo obvio y retratarlo como un mandatario obeso? ¿Sería incorrecto, si de describir a Óscar Macho Ramírez se trata, reparar en sus notorias libras de más?
Es cierto que nuestra apariencia no nos define y que el valor de las personas no está solo en el estuche. Sin embargo, aceptemos también nuestra hipocresía, esa tan del tico que se reserva palabras poco polite para las mesas de tragos y las transmisiones taurinas.