La piel de Cata es un pergamino. Acostados en la cama rota, la tinta permanente de su pierna desnuda y dorada revela una frase que no me había detenido a leer anteriormente: “El mundo podrá no tener significado, pero es un lienzo en blanco donde podemos pintar nuestros propios significados”.
Ese momento podría pasar en vano, sin intención, lejos de toda profundidad. Podría ser un momento más que estalla y se va sin efecto. Podría ser tan solo otro tatuaje en el cuerpo de una joven posmoderna; una formación estética, no una grieta a través de la cual veo el alma de una persona a la que amo.
Pero el momento me marca por días. Cómo tuve esa frase al frente todo este tiempo y aún así la ignoré, me pregunto. Cómo tener la más íntima de las relaciones con una persona y aún así ser capaz de aprender algo nuevo de ella cada día. Cómo puedo escuchar el mismo disco durante una década y no entender la primera canción hasta hoy.
Mi relación con todo es un vaivén.
Una amiga dice que el error es pretender que las personas son estáticas, que sus emociones no cambian y que sus prioridades no se alteran. Nos gusta pensar que las preferencias instantáneas de los otros los definen; que su gusto por Seinfeld o por Friends, o por Combate o por La Pensión, los explica.
Fallamos en comprender que es un gran juego, el azar; que si yo hubiera llegado cinco minutos tarde al canal de música tal vez me hubiera enamorado de las canciones de Alejandra Guzmán y no de las de Molotov, y que eso hubiera cambiado hasta mi forma de vestir.
Nos cuesta sopesar que aquello que nos marcó antes ya no lo hace hoy, y que eso está bien. Se nos complica entender que las musas mueren o cambian, pero que la gracia es que siempre hay otras musas; que el lienzo sigue en blanco.
Hace un año yo no era tan amigo de Woody Allen, por ejemplo. Hoy, dos películas suyas son mi credo. “La gente teme aceptar lo mucho que sus vidas dependen de la suerte”, dice el protagonista de Match Point (2005). “Gran parte de la vida se debe a la suerte, más de lo que nos gustaría admitir”, dice su homólogo en Whatever Works (2009).
Ahora quiero ser amigo de Leonard Cohen. Como él, quiero abrazar la tristeza eterna sin que ello merme mi deseo de encontrar significado. En alguna entrevista perdida, el poeta de la oscuridad dijo que buscaría la espiritualidad en todo: “El catolicismo, el budismo, el LSD; lo que sea que funcione”.
Lo que funcione: esa es la clave. En un mundo en el que sobran credos en todas las formas y colores, no hacer el intento de encontrar significados en bibliotecas, en YouTube, en amigos o en colecciones musicales sería un desperdicio de tiempo. Si hoy Adventure Time nos da alivio pero mañana se queda corto, que empiece una nueva cacería.
Todos los momentos son especiales porque ninguno realmente lo es. Todos los momentos pasan en vano sin nuestras entrañas. Decía Carl Sagan que somos polvo de estrellas; le creo. Ni pensemos en lo aleatorio de nuestra existencia, avenida después de ser –sin saber, sin querer– los espermatozoides que ganamos la carrera. Pensemos en que la sola existencia del universo es producto de la oportunidad; que en realidad no existe propósito en el cosmos.
Para ser alguien que siempre se ha sentado en la esquina oscura de la clase, como para no ser visto, debo admitir que mi corazón se transforma día a día gracias a otros seres vivos y al chance.
Desde el pájaro que siempre me hace reír hasta compartir una cama rota con Cata y el gato; desde conversar con los amigos que conozco hasta las lecciones que aprendo de amigos desconocidos que escriben canciones, películas, libros y series de televisión; me eclipso con ellos. Me eclipso siempre.