El tipo mide bien sus pasos, pues sabe que solo tendrá una oportunidad. Justo en el segundo en el que, por alguna casualidad, la atención de todos está sobre él, aquel sonriente desconocido abre de modo súbito su gabardina y exhibe lo mucho o poco que tiene para mostrar en medio de las piernas.
El exhibicionista es, por lo general, un chiste de mal gusto. Sátiros, les decían cuando yo estaba en la escuela y a todos los carajillos nos advertían que cuidado con acercarnos a esos “viejillos cochinos” que al menor descuido revelaban sus partes íntimas a quien pasara .
A aquellos viejillos lo que les interesaba no era tanto enseñar su carne (o falta de ella) sino molestar, despertar el grito de asco, de indignación, de furia... con eso se daban por pagados.
Desde luego que los exhibicionistas eran un tema pasajero, una tontería que, pese a su carácter grotesco, pronto era superada por temas de mayor relevancia. Así, tras sus segundos de “fama”, el “destapado” volvía a sus frustraciones de siempre y a, irremediablemente, idear su próximo “golpe”, pues solo así lograba sentirse interesante.
Hoy los tipos de gabardina sin nada por debajo ya no captan tanta atención, sin que ello implique que desaparecieran. Sin embargo, ahora la exhibición va por otro lado.
Un programa de televisión que exhibe la orientación sexual de su personal es el equivalente del viejillo que se para en media calle con la jareta del pantalón abierta. Es mostrar algo que nadie está pidiendo ver, a sabiendas de que la imagen no será bien recibida por el desafortunado que iba pasando por ahí.
El sexo vende. Y doble puntaje cuando se le mezcla con religión. El exhibionista que quiere dar de qué hablar se desnuda en las gradas de la iglesia. El programa de televisión que quiere dar de qué hablar revuelve alabanzas y homofobia como si se tratara de los ingredientes de un batido fétido.
Compartir la vida íntima de sus empleados es apenas un caramelito para el exhibicionista. ¿Cómo desaprovechar la oportunidad de ser trending topic , emitiendo una “noticia” que disfraza un desprecio hacia el estilo de vida y preferencias de un importante segmento de la población? ¿Por qué echar solo la gasolina, cuando también se puede prender el fósforo y ver el mundo arder?
El exhibicionista puede pasar sin mucha dificultad de ser una simple molestia a una auténtica amenaza, un agente del caos, un troll que erosiona, que se ilusiona con el daño que puede ocasionar. Humillar a los otros, especialmente a quienes son más vulnerables, es su placer.
Sin embargo, al final de cuentas el sátiro sigue estando solo, confinado, y sus esfuerzos por hacerse notar terminan en lo patético. Así, aunque abra su gabardina en medio de todos y, con rostro compungido, implore que alguien le vuelva a ver lo que le queda por enseñar, la atención que captará será efímera... y le costará caro.