“ Si no muriésemos ”, tituló el músico y escritor Jacques Sagot el pasado 2 de noviembre, su columna Tinta Fresca , en la Revista Dominical y esbozó una serie de interesantes hipótesis sobre lo que ocurriría ante una eventual situación de inmortalidad.
“Nunca haríamos nada, porque todo podría ser diferido para mañana. (...) Perdiendo la vivacidad del aquí y el ahora, el condimento de lo perecedero, el placer sería inconcebible: nos saturaríamos de él. (...) No amaríamos eróticamente. Ese amor que se juran ‘para siempre’ los esposos, asumiría la forma de un tedio inmensurable. (...) No sufriríamos: de alguna manera, sentiríamos que todo, absolutamente todo, es, a plazo de eternidad, remediable, reparable. Fin del llanto. (...) No reiríamos, porque la risa es, por definición, producto de la finitud. (...)Ya no habría momentos: todo sería mañana. (...) No repararíamos en el paso de las estaciones, en los amaneceres ni en las puestas de sol: cualquier cosa que se ve durante más de mil años se convertirá en algo absolutamente banal”.
La carnicería que acabo de hacer con el hermoso texto (disponible en nacion.com) viene al caso porque Sagot, de seguro, sin proponérselo, enumeró las razones que a miles nos han convertido en adictos de la serie Forever , facturada por ABC, estrenada en la región por Warner y cuya renovación (¡aleluya!) para una segunda temporada ocurrió hace solo 10 días.
Y es que el canibalismo que se ha disparado entre las grandes cadenas televisivas por reventar el mejor material –aún en esta época en la que el tiempo para ver tele se antoja a lujo– nos ha provisto últimamente de series sencillamente extraordinarias.
Forever comanda este género porque su argumento es tan alucinante como aterrador..., y aquí volvemos a Sagot. ¿Qué pasaría si no muriésemos?
Hasta donde sabemos, en tiempos contemporáneos, quien mejor lo puede explicar es el Dr. Henry Morgan (Ioan Gruffudd), un médico forense de la ciudad de Nueva York que estudia los muertos en las causas penales y para resolver el misterio de su propia inmortalidad. Desde su primera muerte –hace 200 años como médico en el comercio de esclavos de África– desaparece casi de inmediato, y vuelve a la vida en un cuerpo cercano al agua y sin ropa. También dejó de envejecer; su larga vida le ha dado un amplio conocimiento y habilidades de observación extraordinarias, que impresionan a la mayoría de quienes lo rodean.
Los recuerdos representan acontecimientos de su vida, durante los cuales ha luchado en las guerras y ha estado casado, disecado y ahorcado por herejía; cuando ha sido expuesto, Morgan ha huido a otro lugar en el mundo.
Suena maravilloso, pero no lo es, ni por asomo. Rompe el alma (ya metidos en la ficción) ver al entrañable médico (no pudieron elegir mejor al intérprete, un tipo grácil, atractivo, inocentón pero a la vez, un tanto malicioso) nadando en los recuerdos de sus conquistas, de los amores de su vida, que han ido envejeciendo hasta dejar este mundo mientras él, recomienza, desesperado, el proceso una y otra y otra vez.
La muerte es parte de la vida, pero ¡cómo nos cuesta asumirlo! Sin banalizar el tema, echarle un ojo a esta serie, de un tirón, ahora que se vienen algunos días de ocio en fin de año, puede resultar en una monumental filosofada sobre el valor de la vida finita, tal como la conocemos.