Quizá usted ha estado ahí, siendo esa persona que dijo el chiste incómodo de la fiesta, con el que los demás recordaron que existen los grillos. Tomó tres segundos para que aquel comentario que hizo para intentar socializar –en medio de la presión por caerles bien a los demás– recibiera rostros pétreos por respuesta, seguidos de un “mi mamá es nica/gay/diputada”.
Si esto le ha pasado lo recuerda bien, porque desde que sucedió, cada vez que piensa en ese momento se siente como la peor escoria humana. Pocos sentimientos marcan tanto como la vergüenza luego de una pelada o, peor aún, la impotencia de ser presa de la incomprensión.
Es probable que usted no haya perdido su empleo, sus ofertas laborales, sus socios comerciales, sus amigos o incluso su credibilidad por hacer el comentario equivocado en el momento equivocado, y que una explicación y una disculpa ayuden a alivianar el momento y a tratar de dejar claro que fue un error. Quizá incluso aprendió a medir sus comentarios al respecto gracias a esa experiencia.
Ahora, cambie de piel por unos segundos. Imagínese que usted es una celebridad, digamos que un actor famoso, e intente recrear su reacción ante las toneladas de amor y de odio que recibe a diario. Imagínese en esos zapatos pasando por la situación del chiste incómodo o incomprendido, con incontables cámaras a su alrededor y la certeza de que la reproducción de ese momento significará su crucifixión en la prensa y en Internet.
No le pido que sienta lástima por el actor, porque la lástima es un sentimiento que debería ser eliminado por completo. Le solicito que escarbe en sus adentros, que olvide sus odios y prejuicios, y que halle un gramo de humanidad. ¿Cómo se sentiría si alguien señalara pública e inescrupulosamente cada uno de sus errores; si su vida estuviera rodeada de predadores a la espera de cualquier movimiento en falso para comérselo vivo?
Desde esa posición, ha de ser asequible querer explotar y dejarlo todo botado. Regresar a casa. Aislarse. Rendirse de la sociedad. Darse por vencido. Perderse. Justamente así se ha sentido el actor Alec Baldwin en los últimos meses, como contó la semana pasada a la revista New York, tras una serie de incidentes con varios paparazis y de titulares que lo tachaban de homofóbico, algo que estaba afectando su carrera de forma significativa.
En las declaraciones, Baldwin se despidió de la vida pública pero no de su profesión, señalando aspectos de la sociedad que se ven reflejados en los medios de comunicación (¿y viceversa?), y la necesidad de la sociedad del espectáculo de juzgar a las personas famosas con estándares muchísimo más elevados que con los que se juzgan a sí mismos.
La táctica es atacar incesantemente hasta generar una oleada de odio que termina siendo risible. “¿Vieron lo que dijo este tipo sobre esta minoría?”, y los insultos se vuelven ilimitados. Tenemos una obsesión por encontrar ofensas en las palabras y no en la intención de las palabras, y en un mundo en el que todo hace eco al instante, esa obsesión es una desventaja para los billones de seres humanos que... comentemos errores.
“Detesto y desprecio a la prensa de una manera que nunca creí posible”, dijo el actor al despedirse, “es superficial en su mejor momento y tóxica en su peor momento”. Luego se preguntó qué diferencia habría si medios como The Huffington Post y MSNBC dejaran de existir. “Arianna Huffington logró lo que quería lograr. Creó algo maravilloso, ¿y qué hicieron con eso? Necesitan clicks, lo entiendo. Necesitan tener clicks para sus patrocinadores, así que necesitarán tanto Kim Kardashian y problemas de guardarropa como sea posible”, agregó.
Todo camina rápido en la distopía que es la actualidad. La sed de vapulear nos ha convertido en seres impulsivos, y los medios –incluido este– son un espejo de ello. Algo tan sencillo como un tuit cualquiera puede estallar en forma de polémica solo porque llegó a un periodista que lo vio en su celular mientras tambaleaba por la redacción del periódico. Luego, la cosa se propaga y el resto del mundo se encarga de sepultar al responsable.
El contexto nos obliga a actuar con la cabeza caliente. Somos depredadores hasta que somos la presa. Y el ciclo vuelve a empezar. ¿Hasta cuándo?