Arquetipo de la mujer indefensa, con aire de “yonofui”, a mitad de camino entre la inocencia infantil y una “pedosqueditos” con cara angelical, tuvo una legión de “fans” en los años en que el cine era solo una curiosidad.
Reinó en el silencio y quedó muda cuando las películas hablaron. Por su papel en la cinta Coquette , en 1929, recibió el Óscar como mejor actriz en su primera película parlante, aunque esa revolución tecnológica la despeñó.
Con sus ojos azules y su cabello de tirabuzón Mary Pickford impuso su talento y su carácter, para convertirse en la vestal de Hollywood.
Todavía a los 36 años sus seguidores la reclamaban en papeles de virgen enamorada, de damisela de arrabal que cruzaba el infierno sin mancillar su pudicia, a fuerza de virtud y de escarnecer el vicio.
La “Novia de América” y para otros, la del mundo, no nació en un huevo –como Helena de Troya– sino en una prosaica casucha en Toronto, Canadá, el 8 de abril de 1892.
Más temprano que tarde Gladys Louis Smith, tal como le endosaron sus padres en la pila bautismal, llegaría a ser la actriz mejor pagada y la más poderosa de la industria de las ilusiones.
Su apariencia debilucha y quebradiza, medía 1,52 metros, ocultaba una astuta mujer de negocios, que encarnó a la perfección el primer arquetipo erótico de la pantalla: la niña dulce.
Mary comenzó su meteórico ascenso al estrellato casi con los primeros gemidos del cine. A los cinco años debutó en el teatro y a los 17 en el cine; ya a los 32 años era millonaria. Eso sin contar que fundó United Artists y estaba casada con uno de los más apetecidos galanes del momento: Douglas Fairbanks.
El escenario fue su “modus vivendi” para salir de la miseria en que la dejó su padre, John Charles Smith. Una de sus primeras obras fue The Silver King , por la cual ganó $10, después de una semana de presentaciones, relató Peggy Dymond en Mary Pickford: Canada’s Silent Siren .
Sus actuaciones más celebradas en The Litlest Fire , La cabaña del Tío Tom , Little Red Schoolhouse , The Warrens of Virginia , The Little Darling o The Arcadian Maid , hoy solo ocasionarían bostezos y miradas compasivas pero en aquellos días sus “fans” pataleaban enloquecidos al verlas.
Rodó con varias compañías productoras, la Biograph y la Majestic Pictures, y firmó con la Paramount un contrato por mil dólares semanales y al cabo de dos años cobraría $10 mil, que ayer como hoy era una catarata de billetes.
Tras filmar Secrets , en 1933, se retiró a su mansión Pickfair y solo recibía a unos cuantos allegados. Dedicó el resto de sus días a la producción cinematográfica y a convertirse en una leyenda viviente que ganó en 1975 un Óscar Honorífico.
Pequeña diva
Los padres de Mary, John y Charlotte Pickford, provenían de Toronto. Ambos eran hijos de inmigrantes. Los parientes de John llegaron de Inglaterra y profesaban la religión metodista; los de Charlotte eran irlandeses católicos.
John era uno de 12 hijos, de continente escaso, aspecto misérrimo, pelo café, manos delicadas, ánimo alegre, soñador y amigo de la botella. Desempeñó una variedad de trabajos: vendedor, agricultor, vaquero, cantinero y cuando se casó con Charlotte instaló un negocio de dulces y frutas en una pescadería. El año en que nació Mary laboraba como imprentero, según escribió Peggy Dymond.
La pequeña Gladys adoraba a su padre, pero topó contra las maneras estrictas y las creencias victorianas de su abuela Sarah, quien veía con malos ojos el talante alegre del progenitor. La madre nunca tuvo mucho tiempo para ella, porque debía atender a sus dos hermanos menores: Lottie y Jack.
Al contrario, John siempre estaba disponible para Gladys y juntos iban al parque, a jugar entre los tulipanes, tomar un refresco y deslizarse por los toboganes.
Si bien el padre empinaba el codo, con más frecuencia que la deseada por su suegra, fue un severo golpe en la cabeza el que lo mandó a la tumba, cuando Gladys tenía seis años. Eso fue un batacazo para la niña, que a partir de ese día adquirió un carácter depresivo y con los años bipolar.
Este drama familiar modeló el cariz actoral de Mary, que podía mutar sus gestos de la alegría a la tristeza, y expresar con la mirada la más profunda desazón o una prístina inocencia.
“Puedo cerrar mis ojos y escuchar los gritos de mi madre. Era una visión horrorosa”, escribió la Pickford en sus memorias: Sunshine and Shadow , al recordar la muerte del papá.
Sobra decir que la familia cayó al barranco de la pobreza; para salir de las estrecheces la pequeña Mary y sus hermanos buscaron empleo, y lo encontraron en las piezas teatrales neoyorquinas, que darían paso al naciente cine.
Con el mote de “Baby Gladys” se abrió paso en los escenarios y probó suerte en Broadway. Ahí, todos los lunes, el conocido productor David Belasco recibía aspirantes a sus obras.
Mary terminó de aprender a leer viendo los carteles de la estación de trenes cada vez que iba a pedir empleo y escuchaba la misma cantaleta: “Hoy no hay nada, gracias. Venga la otra semana”. Llevó fotos con diferentes expresiones faciales, hizo fila y un día se cansó; subió a zancadas las escaleras de la oficina del productor y gritó: “Mi vida depende de ver a Belasco”.
¡La contrataron!, casualmente, por esos días David ocupaba una niña de 12 años y con rizos dorados para el papel de Betty, en The Warren of Virginia , y ella calzaba a la perfección.
Con tal de que Mary se sintiera más cómoda con su interpretación, Belasco le sugirió arrullar una muñequita; a partir de ese día ese juguete se convirtió en un amuleto y lo conservó como un preciado tesoro hasta su muerte, de un derrame cerebral, el 29 de mayo de 1979.
Reina de corazones
Cuando Mary llegó al cine, no existía Hollywood. Ella creó el concepto de diva ingobernable; depuró la técnica interpretativa; sentó las bases del “star system”; invirtió en la industria del celuloide y marcó las reglas que hicieron de los pobres actores monstruos sagrados de la pantalla.
Por tres décadas fue la voz del silencio, hasta que el sonido la calló y abandonó el cine. En su primera prueba sonora chilló: “¡Esa no soy yo!...Es la voz de un mequetrefe. Sueno como un niño de doce o trece años”.
Incontables estrellas del cine mudo cayeron al vacío, incapaces de superar el cambio que les planteó la aplicación del sonido en 1927. John Gilbert, fue una de sus presas. El eterno amante, rival de Rodolfo Valentino y novio despechado de Greta Garbo, sonaba como un pato con sinusitis.
La Pickford debutó en 1909 con Her First Biscuits , una comedia de siete minutos donde interpretaba a una niñita de 10 años, si bien ella tenía 17. Ese mismo año actuó en 45 filmes dirigidos por D.W. Griffith, quien la descubrió y pulió su imagen de chiquita de dulce sonrisa, pelo largo y crespos dorados que fueron la inspiración para el fenómeno infantil de Shirley Temple.
Del fabuloso salario de $25 semanales, que ganaba al principio de su carrera, Mary destinaba $5 para sus gastos que incluían desayunar un banano con leche para ahorrar, y el resto se lo entregaba a su madre.
Pronto, ella conquistó al público de los “nickelodeons” –primitivos cines de barrio– donde se proyectaban sesiones continuas de 16 horas diarias, que cobraban cinco centavos de dólar por función, por películas de 20 a 30 minutos. El primero se inauguró en Pittsburg, en 1905, y en menos de un año se abrieron 2.000 en todo Estados Unidos.
El éxito y el amor le sonreían. A los 19 años se casó en secreto con Owen Moore, un desteñido actor que conoció en los estudios de grabación. Cuando la madre se enteró, lloró y berreó por tres días seguidos, contó Eileen Whitfield, en Pickford: The woman who made Hollywood .
La prensa “revuelcaestiércol” chismorreó que Owen era un dipsómano y para peores celoso como un gitano; incluso propalaron la especie de que ella estaba embarazada y tuvo un aborto involuntario, cuyas secuelas afectaron su capacidad para concebir.
Los buitres periodísticos engulleron con deleite los problemas maritales de la mediática pareja; elevaron a la estratósfera la inseguridad de Moore apachurrado por el brillo solar de Mary, lo cual degeneró –según los chupatintas– en que ambos pasaban agarrados del moño.
Con tal de no matar al acomplejado de Owen ella decidió separarse y, como un clavo saca otro clavo, conoció a Douglas Fairbanks que estaba como un melocotón en almíbar.
Y, como una mano lava a la otra, iniciaron unas giras por Estados Unidos para promover la venta de bonos para financiar la Primera Guerra Mundial. Fairbanks estaba casado con Anna Beth Sully, tenía un hijo y era conocido como el “Rey de Hollywood”.
Nada más rico que un buen escándalo y los dos dieron comida a los picapleitos periodísticos, hasta que se casaron en 1920 y comenzaron a vivir un cuento de hadas. Por donde iban las multitudes los seguían, daban entrevistas, inauguraban edificios, repartían besos y autógrafos y la mansión Pickfair era parada obligatoria de cuanto idiota o sabio, recalaba en Beverly Hills.
Hicieron yunta con el “patastorcidas” de Charles Chaplin; el enfermizo cineasta D.W. Griffith y pusieron de cabeza el planeta Hollywood.
Pero a todo chancho gordo le llega su Navidad y Doug no estaba hecho para los rigores de la vida conyugal; se guindó de la socialité inglesa Edith Louisa Sylvia Hawkes, en sencillo Lady Ashley.
Mary lo fletó en 1936 y un año después se casó con el talentoso Charles “Buddy Rogers”, quien en 1927 protagonizó –con la vampiresa Clara Bow– el filme Alas , que obtuvo el primer Óscar a la mejor película.
Ellos adoptaron a Ronald y Roxanne pero Mary sostuvo con los dos relaciones muy tensas, producto de sus problemas mentales. Criticaba lo feo que eran; se burlaba de Ronnie por chiquitillo y de los dientes torcidos de Roxanne. En realidad era incapaz de expresar su amor maternal. Ronald la recordó, en el 2003, así: “Nunca me olvidaré de ella. Creo que era una buena mujer.”
Nadie dudó jamás de aquella mirada melancólica, de su cara lánguida, de su sonrisa como un rayo de luz en la oscuridad y que se amaba con la honesta sencillez del corazón.