Un infeliz cualquiera yace reventado contra el piso. A su lado el sombrero. La tenue luz de un farol dibuja un charco de sangre. Si no fuera una foto, sería un Caravaggio o un Rembrandt.
El cadáver, el policía, la ciudad desnuda y el fotógrafo. Este era una sabandija cuyas imágenes, publicadas en alguno de los ocho diarios sensacionalistas de Nueva York, solo servirían para recoger mierda de perro.
Dormía vestido y su cuerpo olía a muerto, a cada uno de los 5.000 que retrató y por los cuales Arthur H. Feellig fue conocido como Weegee El Famoso, el hombre que en los años 30 y 40 del siglo XX hizo del crimen un negocio.
Weegee era capaz de capturar la muerte como nadie lo había hecho ni siquiera con la vida; violó la intimidad de quien le vino en gana, era un morboso, obstruyó la justicia y posiblemente es el padre putativo de esas hienas del periodismo moderno: los paparazis.
El cine se inspiró en él y Joe Pesci lo encarnó en El ojo público , de 1992; una mezcla explosiva de mafiosos, fotógrafos, policías y una intriga magistral en un ambiente plagado de traidores. Su primer libro de imágenes, Naked City –publicado en 1945– sirvió de base para la película La ciudad desnuda , del director Jules Dassin.
A los 36 años Arthur decidió cambiar de oficio y compró una cámara usada, que aprendió a manipular haciéndose autorretratos; al menos quedaron 1.500 copias en sus archivos.
Por ese tiempo los periódicos pagaban $35 por “dos asesinatos”, tal como consta en una factura que Weegee tenía enmarcada en su habitación. Herald Tribune , World-Telegram , Daily News , The Post , Journal-American o The Sun disputaban como antropófagos las magníficas instantáneas de Arthur, que siempre llegaban primero que las de sus rivales.
El se consideraba un artista, aunque el resto de sus colegas lo tenían por un animal; la vista de un cadáver tibio –ojalá con un cuchillo clavado en la coronilla– lo excitaba más que una corista de Broadway.
Para quien sabe buscar, siempre hay un motivo que fotografiar. Sus imágenes recrearon el lado oscuro de Nueva York, donde la vida no valía nada, pero la muerte se vendía a pagos.
Se especializó en retratar cadáveres de gente sin importancia; un día un tahúr fracasado; otro un verdulero que no pagó a tiempo la coima al mafioso del barrio; y uno cualquiera, un suicida que se balanceaba en la rama de un árbol.
La vida giraba en torno a esos cuerpos; los lectores se deleitaban con la desgracia ajena porque las fotos de Weegee les daban un poco de distracción en sus miserables existencias. ¡El muerto era siempre el otro!
Hace unos años el Centro Internacional de Fotografía, de Nueva York, montó una exposición con un centenar de fotos de Feellig, tomadas entre 1935 y 1946. Su obra, según los expertos, está al mismo nivel de documentalistas gráficos como Robert Capa, Walker Evans, Berenice Abbott o Robert Frank.
Llámalo sueño
No solo de asesinatos vivió Weegee, así como captaba cuerpos “despercuertripados” también inmortalizaba señoritas de una muy buena cuna neoyorquina, cubiertas con armiños, visones y diademas.
Pero ocurre lo de siempre: la mala fama lo precedió y pasó a la historia del periodismo por sus descarnadas fotos en blanco y negro, para la prensa roja de la Gran Manzana.
Como un auténtico gringo Arthur H. Fellig vino al mundo fuera de Estados Unidos, justamente en lo que hoy es Ucrania, que por aquellos infaustos días pertenecía al Imperio Austrohúngaro.
Corría el año 1899 y el 12 de junio nació en la ciudad de Zolovich; sus padres Bernard y Rachel lo llamaron Usher, pero apenas puso pies en la Isla Ellis lo cambiaron por Arthur, que sonaba más americano y menos judío. La madre llegó con tres niños más: Elías, Rachel y Phillip; en Nueva York pariría a Molly, Jack y Jetta.
La vida de Weegee parece extraída del libro de Henry Roth, Llámalo sueño , sobre una familia de inmigrantes judíos que se instala en Nueva York y se dedica a una sola cosa: sobrevivir.
Con solo 10 años el rapaz apenas mascullaba inglés, con un fuerte acento yidish y hebreo, que lo acompañaría toda su vida para recordarle sus orígenes. Los ojos vivaces y negros, el pelo atormentado y las facciones talladas a martillazos convencieron al padre de convertir a su retoño en un rabino; mientras tanto vendían frutas en un carromato ambulante por las misérrimas callejuelas del Lower East Side.
Pero Weegge no tenía pasta de religioso y en cuanto pudo escapar de la férula paterna se enganchó como aprendiz de fotógrafo, recadero y asistente de laboratorio. Hábil para los negocios pronto alquiló un caballejo y llegaba a cuanta fiesta infantil había, con tal de tomar una foto al “homenajeado”. Para complacer a los emigrantes judíos, italianos y polacos, solía iluminar más las fotos, para que los niños salieran bien blancos y parecieran más yanquis.
Con una familia tan numerosa y sin pasto ni para el rocín, al pobre Weegee solo le quedó buscar otros potreros. Solo, a los 17 años, lavó platos, barrió tabernuchas, durmió en las bancas de los parques, de las estaciones o en albergues para malvivientes.
Ahí, en esos círculos dantescos neoyorquinos, conoció a los futuros personajes de sus fotografías; gente extraviada, sin fama y sin gloria. Todavía en sus años de éxito él vivía en una guarida, parecida a los cubiles donde ocurrían las desgracias que iluminaba con los fogonazos de su cámara.
Harto de pasar necesidades, a los 36 años enhebró otra vez su destino; compró un equipo básico de fotografía; instaló un estudio móvil en el maletero de su carro y salió a buscar víctimas en la profundidad de la noche.
En aquellos años Nueva York era la Babilonia de Occidente. Supuraba templos del placer, donde los famosos gastaban la existencia abotagados por el alcohol, abrazados a rameras emplumadas y traficando favores con maleantes de gabardina y sombrero.
El más grande
Sin tener la menor preparación técnica Weegee se llevó el gato al agua. Fue un experto en promocionarse y era astuto como un lince. En 1938 poseía su propia patente de corso como reportero gráfico, ya que solo él tenía permiso para monitorear la frecuencia policíaca, mediante un aparato de onda corta portátil instalado en su auto-estudio-laboratorio.
Arthur no era empleado de nadie; laboraba como free lance y vendía al mejor postor sus tomas.
Merced a su pacto con los uniformados llegaba primero que ellos a la escena del crimen, tomaba las fotos, acomodaba el cadáver para que luciera su mejor pose y salía disparado a su Chevy coupé marrón nuevecito, donde tenía: “un compartimento portaequipajes extra grande; una cámara extra, flashes , porta negativos cargados, una máquina de escribir, botas de bombero, cajas de puros, salami, película infrarroja para fotografiar en la oscuridad, uniformes, disfraces, un cambio de ropa interior, zapatos y calcetines”, contó en sus memorias Weegee by Weegee .
Ya puede suponer el lector la clase de bicharraco que era el tal Weegee. Con respecto a ese apodo sus biógrafos discrepan; unos dicen que se lo encajó él mismo –cosa bastante probable dado su nivel de egocentrismo–; otros aducen que fueron las secretarias de Acme Newspictures, la agencia que le compraba las fotos; el menos probable sostiene que fueron los gendarmes.
Eso ya es un bizantinismo porque en realidad Weegee es la corrupción fonética de la palabra güija, un juego satánico que permite predecir el futuro; algo que Arthur parecía poseer ya que aventajaba en segundos a la policía y a la Cruz Roja.
Su éxito radicó en la capacidad para ambientar lo grotesco en medio de lo cotidiano. Iba más allá de tomar el rostro ensangrentado y los sesos esparcidos como confeti sobre la acera; Weegee lo enmarcaba con los rostros flemáticos de los paseantes; la indiferencia de los vecinos y el contexto social que convertía aquella masa sanguinolenta, en un drama humano.
Con su particular sentido del humor solía decir: “el trabajo más fácil de cubrir es un asesinato porque el tipo estará tumbado en el suelo, no podrá levantarse, irse ni enfadarse y estará ahí por lo menos dos horas. Así que tenía tiempo de sobra. En los incendios tienes que trabajar muy rápido”.
En vida disfrutó de buena fama; tenía amigos hasta en el infierno y desde el malandrín principiante hasta el mafioso con luengo pedigrí, como Lucky Luciano o Bugsy Siegel, solo aceptaban posar para Weegee.
Realizó exposiciones en connotados museos; fue asesor en Hollywood; filmó cortometrajes; experimentó novedosas técnicas fotográficas; trabajó para las revistas Life o Vogue y su viuda, Wilma Wilcox, creó The Weegee Portfolio Incorporated para reunir todas las 20 mil fotos de Arthur en un solo archivo.
El fotógrafo que nunca apagaba la radio se desconectó del mundo el 26 de diciembre de 1968, a causa de un tumor cerebral.
Si en el más allá hay periódicos –como los debe haber– Weegee es el fotógrafo más rápido, el de la noche, el de las meretrices trasnochadas, el de los teatros luminosos, el de los incendios, el cómplice de la policía y el compinche de sus amigos: ¡los muertos!