Cada vez que muere una celebridad se agrega una muesca más al registro macabro de Hollywood, que con la misma mano que los encumbra al estrellato, despeña a los espíritus más débiles; semidioses con pies de barro que hoy brillan y mañana palidecen.
Las estrellas del cine no pueden morir como el resto de los mortales, en la cama y rodeado de la esposa, hijos y nietos. Tienen que desaparecer en un vórtice de luz como las supernovas.
Una de las primeras fue Olive Thomas, una vivaz curvilínea mojada de las Follies de Ziegfeld, quien el 20 de setiembre de 1920 pasó al otro barrio al tragarse una dotación completa de cápsulas de dicloruro de mercurio.
El suicidio de la corista habría pasado inadvertido, de no ser porque era la pareja sentimental de Jack Pickford, hermano de Mary Pickford y cuñado de Douglas Fairbanks, las deidades reinantes del cine mudo.
Después seguirían las orgías de Roscoe “Fatty” Arbuckle; los romances con niñitas de Charlie Chaplin; el comercio de narcóticos; los asesinatos; la prostitución para ascender en la escala de las estrellas y la explotación infantil de precoces actores.
La lista siguió engordando hasta nuestros días, solo que ahora las víctimas son más jóvenes y la mayoría consumidas por el alcohol y las drogas. Apenas se apaga un aspirante a luminaria, la prensa evoca a River Phoenix –de 23 años–, revolcándose por una sobredosis en la acera de The Viper Room, el bar de Johnny Deep en Los Ángeles.
Otros recuerdan a Drew Barrymore, quien a los nueve años fumaba como una chimenea; a los once era alcohólica, a los 13 probó la cocaína y a los 14 intentó suicidarse. Igual ocurre con Lindsay Lohan que no para de entrar y salir de clínicas de rehabilitación.
Y en el elenco de Glee tampoco hay niños exploradores. Adicciones, divorcios, abusos sexuales, desnudos y visos de pedofilia son moneda corriente fuera de las aulas del colegio McKinley.
Mark Salling –el judío Noah Puckerman– fue acusado por su exnovia Roxanne Gorzela por acoso y agresión sexual. En cuanto a Heather Morris, la Britanny Pierce, el año pasado salió desnuda en una serie de fotografías que supuestamente le “hackearon” de su celular.
Hasta la contrita Lea Michele y Diana Agron posaron –ligeras de ropas– en las páginas de la revista GQ ; en una imagen el ahora occiso Cory Monteith les tocaba el trasero.
Hollywood no es un convento de carmelitas descalzas; los sacrificios humanos ante el altar de la fama seguirán mientras brillen las luces de neón en las marquesinas.