El tiempo se detiene. El alma cruje. La desolación se pega al ambiente, como el látigo a la piel del esclavo. Suplica. Empapado y sollozando ruega: ¡No me dejes!
Prometió arar la tierra con las manos, buscar perlas de lluvia en un país donde no llueve y ser la sombra de un perro.
Un hombre nunca debería pronunciar esas palabras; solo si puede sufrirlas una a una, susurrarlas y arrastrarlas como cadenas.
“La paternidad no existe” dijo. Abandonó a esposa y tres hijas; se marchó de Bélgica a Francia y ahí conoció a Zizou; una morena sinuosa con una sonrisa cristalina.
Por cinco años vivió un amor prohibido, extraño y desconcertante; aún en aquellos años 50, en un París existencialista, donde todo era válido.
Jacques Romain Georges Brel abandonó la empresa familiar de embalajes, harto de las tareas administrativas, y buscó –en la ciudad de las luces– el espacio necesario para componer y dramatizar las canciones más hermosas del siglo XX.
Muchos creen que Jacques Brel era francés, porque fue en ese país donde desplegó su talento artístico, pero en realidad nació en Bruselas el 8 de octubre de 1929.
De niño deseaba conocer otros rumbos y se enroló en una agrupación católica parecida a los boy scouts ; subió montañas, practicó obras pías, cuidó enfermos y creyó que el amor cambiaría el mundo.
Muy joven se casó con Thérèse Michielsen –Michie–, con quien tuvo tres hijas: Chantal, France e Isabelle.
Contra la voluntad paterna enrumbó sus pasos a París, a los 20 años, y en menos de una década se convirtió en el cantautor más relevante de su generación. Sus piezas reflejaron el espíritu de los años 60, que puso patas arriba a todo el sistema de valores sociales.
Al principio solo cantaba en reuniones familiares y en diferentes cabarets en Bruselas. En 1953 conoció un cazatalentos en el club Les Trois Baudetes y grabó su primer disco.
Motivado por ese pequeño éxito probó suerte en París y ahí sobrevivió con trabajos en salones y music-halls , y a ratos impartió clases de guitarra.
Un año antes de su retiro –en 1966– realizó una gira por Estados Unidos; el impacto de sus interpretaciones obligó a cantantes del nivel de Frank Sinatra y Neil Diamond a incluirlas en sus repertorios.
A regañadientes, el dandy parisino Philippe Clay le enseñó dramaturgia y lo preparó, no para cantar, sino para actuar en cada una de sus piezas. Así fue como afinó su estilo y creó Ne me quitte pas ( No me dejes ), su marca de agua amorosa.
Más que un cantante, Jacques fue un pintor de la vida diaria; innovador y creativo, con una impresionante vena poética y una gran capacidad dramática que exploró temas muy variados: el amor, la espiritualidad, el dolor y el abandono. Todo con un lenguaje visual y evocador.
Logró abrirse trillo en el mundo de la canción con interpretaciones como: Quand on n’a que l’amour , que dio título a su segundo álbum y lo encumbró al cielo; La valse à mille temps ; Ce gens; Les Bourgeois y Amsterdam .
Canción triste
Descreído y socarrón, Jacques Brel se hastió de la Europa en que vivía: en Le Diable sentenció: “Nada se vende, pero todo se compra. Los estados se transforman en sociedades anónimas. Los grandes se disputan los dólares venidos del país de los niños. Europa es un avaro”.
En París, por sus aires de sacristán de aldea lo apodaron: “L’abbé Brel”, el cura Brel. A pesar de sus desplantes de hombre independiente, más allá del bien y del mal, nunca dejó de ser un burgués, si bien los ensartó con sus frases: “Son como cerdos, cuanto más viejos se hacen, más estúpidos se vuelven”.
Sería por eso que cayó en la red de lo cursi: ¡enamorarse! Antes fue el querido de la cantante Catherine Sauvage, con quien vivió una pasión desenfrenada, pero con Suzanne Gabriello –apodada Zizou– fue más sensual y menos físico. Ella tenía el cabello corto, negro, ojos sombríos y unos aires de mujer impertinente.
La conoció, en 1955, en el club Bobino y ahí mismo estalló el drama. Los dos se iban de gira alcahueteados por su mánager Georges Pasquier.
Brel mintió a su mujer y a Zizou; se portó como un pendejo con sus mimos y promesas, pero al final, se resistió a dejar a Michie y a las tres niñas. Zizou quedó embarazada y Jacques huyó como una cucaracha cuando se enciende la luz.
Gabriello no estaba para bromas. Lo amenazó con exhibirlo en la picota. Intentó suicidarse y lo abandonó. Para exorcizar el demonio de la culpa, Brel compuso No me dejes , que según él era “la historia de un idiota, un fracasado y un cobarde”.
En seis meses vendió medio millón de copias; en 1959, la cantó en 300 recitales y, a partir de ahí, habitó en las barras de los bares, bebió, fumó como una locomotora vieja y quiso reinventar su vida, pero fracasó.
A los 37 años de nuevo mandó todo al cuerno. Dejó de cantar, se despidió con una seguidilla de conciertos y ocupó sus días en obras de teatro y películas.
Le diagnosticaron cáncer en el pulmón y se marchó, en su yate Askoy , a las islas Marquesas, en la Polinesia francesa, y ahí compró un bimotor y trabajó como taxista aéreo.
En los Mares del Sur la enfermedad lo acosó. Tosía, deliraba, convulsionaba, escupía sangre y aún así, tuvo rato para sus escarceos amorosos con Maddly Bamy, una mulata pelicorta con arrebatos de pantera.
No tenía miedo de morir, pero sí de envejecer. Se fue el 9 de octubre de 1978 y su cuerpo se cubrió de oro y de luz.