Si eres negro…mejor no salgas a la calle. La ley lo mandó al presidio. Vivió en el infierno y murió en el cielo. Un libro y una canción lo resucitaron como a Lázaro; pasó 20 años en prisión por el crimen de dos hombres y una mujer, hasta que un juez revisó el caso y retiró los cargos criminales, porque la fiscalía actuó de mala fe en los dos juicios en que lo condenaron a tres cadenas perpetuas.
Las vueltas de la vida. Primero Bob Dylan le compuso una melodía que expuso el injusto caso, pero fue inútil. Después una jovencita canadiense logró reabrir el tema y convenció a la justicia de quitarse la venda para liberar a un inocente.
La muerte noqueó, en el último round, a Rubin “El Huracán” Carter. Vivió 76 años contra las cuerdas y fue más famoso como convicto, que como boxeador, un oficio donde siempre es mejor dar que recibir.
Unos aseguran que fue condenado en 1967 por un tribunal racista; otros afirman que era un psicópata con amplios antecedentes delictivos desde la adolescencia y que fue expulsado del ejército por incapaz, tras afrontar cuatro cortes marciales. Hay páginas web donde justifican la culpabilidad de Carter.
Puede ser que Rubin fuera uno de esos mequetrefes mal encarados que deambulan por las calles de Paterson, New Jersey; o “el hombre al que las autoridades culparon por un crimen que no había cometido”, según la apología musical de Dylan.
En el peor sentido de la expresión, Rubin se abrió paso bajo el sol a los puñetazos; justo aquel 17 de junio de 1966 –a punto de cumplir 29 años– estaba en el lugar equivocado, a la hora equivocada y peor aún… en la situación equivocada. El infeliz ni siquiera tuvo idea del barril de mierda que le cayó encima aquella noche.
Por esos días andaba libre y era considerado aspirante al título mundial de los pesos medios; ya había dado cuenta en una ocasión –en el primer round– de Emile Griffith, en otra zarandeó a Jimmy Ellis y en una pelea memorable se fajó contra Joey Giardello.
Mientras estiraba las piernas con su amigote John Artis, alguien desató un tiroteo en el tuguriento Lafayette Bar and Grill. Tres cadáveres quedaron desparramados sobre el piso.
El drama estaba servido. La policía capturó a Rubin y como eran los años 60 y aquellos andurriales eran los Estados Unidos de América, quién iba a darle importancia a la palabra de un negro, boxeador y siempre metido en líos con la justicia.
Aunque los testigos no ubicaron a Rubin en el bar, no se tomaron huellas digitales y Carter pasó la prueba del detector de mentiras, el jurado de blancos tomó en cuenta la negra trayectoria del acusado y aplicaron todo el peso de la ley, al estilo del Ku-Klux-Klan, para atornillarlo de por vida al deshuesadero.
Muerto el perro se acabó la rabia. Adiós carrera pugilística y otra vez hasta las narices de brea. Ahí, apaciguado tras las rejas, decidió estudiar y comenzó a escribir. En 1974 publicó El décimosexto asalto .
La autobiografía fue un rayo de luz. Cayó en manos de Dylan, que por esos días andaba en busca de un tema alineado con su onda protesta y contratodo.
El artista visitó a Carter en la prisión de Rahway State y compuso Hurricane , incluida en el álbum Desire . Esa fue la pieza más popular y el caso de Rubin fue un jab a la conciencia de los americanos… pero no pasó de ahí.
En 1976 los jueces ratificaron la condena, pese a que los testigos se retractaron de sus declaraciones y a que las pruebas nunca vincularon al convicto.
“No estoy en la cárcel por asesinato. Estoy en la cárcel porque soy un negro en Estados Unidos de América, donde quienes ostentan poder solo permitirían a un negro ser un bufón o un criminal”, aseguró en una entrevista.
Aún faltaba el último golpe, el de la suerte; ese que ocurre cuando el boxeador está contra la esquina y, sin saber cómo, lanza un guantazo, y derriba al oponente con la fuerza de las ganas.
Lesra Martin, una chiquilla negra, que vivía en Canadá, compró en 25 centavos el libro de Rubin. Leyó la historia a sus compañeros de clase y comenzó un movimiento para denunciar el atropello contra el preso. Convenció a los abogados León Friedman y Myron Beldock para iniciar una campaña, reabrir el expediente y hacer justicia veinte años después.
“Viví en el infierno durante los primeros 49 años, y he estado en el cielo durante los últimos 28 años. Vivir en un mundo donde la verdad es importante y la justicia, aunque llegue tarde, de verdad sucede, ese mundo es el cielo, suficiente para todos nosotros”, dijo Rubin antes de morir, justo el Domingo de Resurrección.
A los puños
La vida de Rubin Carter estaba escrita en renglones torcidos. Vino al mundo el 6 de mayo de 1937, en Clifton, New Jersey. Fue el cuarto de siete hermanos, pobres como ratas.
Sobrevivió a los tumbos y a los 14 años recaló en el Reformatorio Allendale, acusado de asalto, robo e intento de asesinato. Le clavó en la cabeza una cuchilla a un sujeto que, según él, intentó violarlo.
Era un jovencito ágil, musculoso y vivaz. Solo pasó tres años encerrado porque huyó y se enlistó en el ejército, donde superó la tartamudez.
Estuvo acantonado en Europa, fue a clases, se convirtió –por breve tiempo– al Islam y en la infantería encontró su destino: el boxeo. Tenía plante para ese deporte: alto, musculoso, agresivo y con la mirada de un asesino en serie.
Carter carecía de madera para las órdenes, los uniformes, las reglas y los cuarteles. Al cabo de 21 meses lo expulsaron de la milicia y regresó a las andadas, pero de inmediato le echaron el guante y lo mandaron nueve meses a la cárcel por haber escapado del reformatorio.
Salió para seguir delinquiendo. Bebió, callejeó y asaltó mujeres desprevenidas para robarles el bolso; en una ocasión vapuleó a un transeúnte y lo envió malherido al hospital. Esta vez lo sentenciaron a seis años de prisión; salió libre a los 24 años con la idea de convertirse en boxeador profesional.
Ganó su primera pelea contra Pike Reed en el ring de Annapolis, Maryland; mientras, combinó los guantes con un empleo en una empresa constructora de su tío y manager Carmine Tedeschi.
Tenía futuro y se enfrentó a quienes llegarían a ser leyendas del boxeo. A Emile Griffith , que ganaría seis títulos mundiales, le dio una tunda que casi lo sacó de las cuerdas. Con esa pelea iniciará –muchos años después– la cinta The Hurricane con Denzel Washington, que recreó las vicisitudes de Carter para obtener la libertad tras 20 años de prisión injusta.
En 1964 perdió, por decisión, una feroz pelea contra Joey Giardello, en el Salón de Convenciones de Filadelfia. La derrota fue clara, pero en la versión fílmica atribuyeron el resultado a intereses racistas de los jueces.
Giardello aún estaba vivo; demandó a los productores por mentirosos y los obligó a retractarse, según contó The Angeles Times .
Otras derrotas marcaron el derrumbe del púgil, hasta la infausta noche en que fue apresado por un triple crimen que no cometió.
Después de su liberación en 1985 se dedicó a defender presos condenados de manera injusta; por muchos años fue director ejecutivo de la Asociación en Defensa de los Injustamente Condenados, en la ciudad de Toronto. Finalmente, fundó Inocencia Internacional.
Coronó sus estudios con sendos doctorados honoríficos en derecho. Tuvo tiempo de escribir otra biografía: En el ojo del Huracán: mi camino desde la oscuridad a la libertad . El día de la publicación del libro recibió el diagnóstico de que padecía cáncer de próstata.
Fue el último round y murió, mientras dormía, sin escuchar la campana.