Destruyó todo lo que amó. Pintó toros y mujeres. Con ellas, ni cortés, ni valiente. Tuvo dos esposas y cinco amantes, a todas las retrató y trató sin piedad y con horror.
Al principio le producían un entusiasmo dionisíaco, después se aburría de las mismas curvas y –si estaba de buenas– las convertía en esperpentos; si no, las golpeaba hasta la inconsciencia.
Cabalgó entre guerras –la civil en España y las dos Guerras Mundiales– y sus defensores aseguran que eso le descuadró el seso; otros –como su biógrafa Arianna Stassinopoulos– cuentan que lo amargó la enfermedad de su hermana Conchita.
Le pidió a Dios que la sanara; pero la niña murió. Por eso concibió a la deidad como una fuerza maligna, encarnada en el cuerpo y rostro de las mujeres y las despreció.
Ellas ocuparon un gran porcentaje de sus pinturas; a veces lucen dulces, herméticas, ácidas o rotas. Lo acompañaron desde el amanecer de sus días bohemios en Montmartre, hasta la última luz de su vida el 8 de abril de 1973, a los 91 años.
Aparte del ego, lo que tenía enorme era su nombre: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso… en autos Pablo Picasso.
Solo un sacrílego intentaría resumir esa vida en unas líneas. Pequemos. Picasso nació el 25 de octubre de 1881 en Málaga –España– hijo mayor de José Ruiz y Blasco y de María Picasso López, una matrona a la que veneró Pablo.
En pintura no hay genios precoces, salvo este que a los ocho años realizó su primera obra – El picador amarillo – de la cual nunca se separó.
Desde el Renacimiento ningún artista fue capaz de montar una revolución estética como la que desplegó Picasso, y salvo los exégetas que se devanan los sesos interpretando sus obras cubistas y las recitan como las letanías, el resto de los mortales solo es capaz de citar dos pinturas memorables: Las señoritas de Avignon y El Guernica .
Si el lector es incapaz de diferenciar el periodo rosa del verde o el azul; el cubismo del surrealismo; y polemizar con la nariz respingada sobre el cromatismo y el simbolismo, encontrará más digerible adentrarse en la psique de un hombre contradictorio, trabajador infatigable y una leyenda del arte del siglo XX.
Musas dolientes. Lo acompañó cuando no era nadie. Fernande Olivier fue la primera que vivió con Pablo –de 1904 a 1911– en un caserón en Montmartre, una barcaza de cinc y vidrios sucios. Se iluminaban con un bombillo; en el verano era un horno y en el invierno un congelador.
Ella tenía 22 años, ojos verdes, corpulenta y fogosa. La dejó apenas comenzó a ser famoso, porque quería una mujer dócil y un hogar estable.
Cayó en los brazos de Eva Gouel. La apodó “Ma Jollie”; era menudita y bella. A pesar del cáncer que la carcomía complació a Picasso; este le correspondió con una amante secreta, Gaby Depreye. Los dos pasaron juntos la Navidad del 1915; Eva murió 15 días antes.
La ilusión con Gaby acabó el día que conoció a la bailarina rusa Olga Koklova, una mujer ambiciosa, necia y triste. Por ella despachó a dos amantes con las que aliviaba su soledad.
Con Olga se casó y tuvieron a Pablo. Se soportaron 12 años –de 1917 a 1929- en medio de broncas y celos; hasta que Picasso conoció a María Teresa Walter, de 17 años, a la salida del metro de las Galerías Lafayette.
Era otro estilo: suiza, rubia, alegre, de trato suave y con una fuerza erótica que aceleró las hormonas del artista. Todo lo opuesto a Olga.
Aquel comunista, revolucionario y enemigo de la moral burguesa ocultó su relación con una jovencita 33 años menor. La visitó a escondidas en un campamento infantil, la disfrazó de chofer y solo unos amigos íntimos estaban al tanto del romance.
Durante años negó el amorío y Olga exigió el divorcio a cambio del 50 por ciento de los bienes del pintor. Al fin pudo separarse y vivir con María.
Pronto se aburrió de la rutina hogareña, de los lloriqueos de la hija –Maya– y se la endosó a la madre, para seguir con su vida bohemia. En 1977 María se pegó un tiro; la “niña de Picasso” nunca pudo superar la separación.
Después conoció a Dora Maar, una jovencita con quien mantuvo una pasión violenta e hipnotizante durante diez años. En 1943 Pablo se cansó y ella descendió a los abismos de la locura y murió –sin recuperar la razón– sola a los 89 años.
Eso le valió un churro porque, casi a la vez, se enrolló con otras dos: Francoise Gilot y Genevieve Laporte. La primera le dio dos hijos, Claude y Paloma, fue la única que lo abandonó, en 1953, y por eso sobrevivió.
A Genevieve la conoció a los 16 años cuando lo entrevistó para un periódico escolar; ella nunca aceptó irse a vivir con el artista porque conocía sus accesos de furia, además de que debía compartirlo con una fila de aspirantes sexuales.
La última de la serie fue Jacqueline Roque, como todas 40 años más joven. Lucía siempre bien acicalada, abnegada y se convirtió en la secretaria, mensajera, enfermera, ama de llaves, esclava y carcelera de Picasso, a quien debía llamar “Monseñor”.
Compartió los años finales del artista y se peleó con toda la familia por la herencia del genio, hasta que no aguantó más y se pegó un tiro en 1986.
Igual que el Minotauro de Creta, Pablo Picasso hechizó y devoró el alma de sus jóvenes mujeres a cambio de inmortalizarlas en sus retratos.