Pasó de chatarrero a rey de la jungla. Fundó un imperio sideral de celuloide que llamó “star system” y creó una tierra de ilusiones con más estrellas que el cielo.
Bajo su despiadada dictadura la república independiente de Hollywood vivió una edad dorada, con luminarias que brillaban de día y de noche. Eso sí…quien desafiaba a Louis B. Mayer, moría triturado entre sus fauces de león.
Magnate inescrupuloso, republicano a muerte, defensor de la fe, Mayer primero se inventó a sí mismo y, en poco más de siete días, forjó el mundo del cine, esa galaxia de fantasías habitada por deidades humanas que se nutren de fama, fortuna y adulación.
El León de Hollywood, como lo llamó Scott Eyman en su biografía, nunca salió en una sola película, pero influyó más que los cientos de filmes producidos en la Babel del cine: la Metro Goldwyn Mayer (MGM).
Su ciclópea capacidad de trabajo, energía cósmica y manos de hierro convirtieron un pueblucho californiano, de añejas casas coloniales y bosquecillos de naranjos, en la más grande y jamás vista fábrica de sueños.
Los estudios de la Metro abarcaban 646 mil metros cuadrados y ahí se apretujaban 25 mil almas atraídas por el brillo de la pantalla de plata, dispuestas a venderse a Moloch y a inmolarse en la llamarada del éxito.
Cuando Mayer llegó en 1917 a Los Ángeles –como constructor de teatros– olfateó en el éter la marejada de billetes que producirían los nickelodeons, ancestros del actual cine.
Louis, y un grupo de inversionistas judíos, emigraron de Nueva York en busca de una tierra prometida donde el sol brillaba todo el año y cada metro de terreno valía una fruslería.
Aquel mocoso, traficante de chatarra y reciclador de latas viejas, se frotó las manos al ver el negocio que se abría a su ambición: la gestión de talentos.
Las masas de enajenados hacían fila como borregos para adorar a sus nuevos ídolos: Theda Bara, la reina del pecado; Liliam y Dorothy Gish, ¿hermanas y lesbianas?; Mary Pickford, la inocencia sexual, y miles de incrédulos convencidos de que un día cualquiera, el lente de la Sétima Musa los elevaría al cielo, entre aquellas constelaciones de sangre y entrañas.
El ojo de azor de Mayer captó de inmediato que la mina estaba en lanzar –a esas multitudes de acólitos– una quimera: la estrella. Actores y actrices que solo eran carne molida fueron elevados a la categoría de realeza y formaron un círculo dorado que él llamó “star system”.
De esas aguas primordiales emergieron leyendas vivientes, cuyos nombres solo pueden pronunciarse si antes uno se lava la boca con jabón: Greta Garbo, Clark Gable, Spencer Tracy, Katharine Hepburn, Lon Chaney, Joan Crawford, Jean Harlow, Judy Garland o Hedy Lamarr. El genio de Louis produjo hitos cinematográficos del calibre de: Ben Hur , de 1925; El mago de Oz y Ninotchka , ambas de 1939.
El rey león
Si alguien encarna el mito americano del “self made man”, el hombre autosuficiente, ese es Louis B. Mayer. Nació en Minsk, actual Bielorrusia, en una fecha imprecisa que él solía citar como el 4 de julio de 1885, pero más que todo por su profundo amor a la patria que lo acogió y donde labró su fabuloso destino.
Su padres huyeron de la opresión rusa y se instalaron en Canadá, con el resto de la familia: Ida, J.G., Rubin y Yetta Mayer. A los cinco años dejó de llamarse Eliezer Meir y pasó a ser Louis Burt Mayer, más agringado y menos judío.
La infancia del futuro magnate cinematográfico fue, además de miserable, brutal porque su padre lo cosía a pescozones y humillaciones; el progenitor era un vendedor ambulante de chatarra, tan analfabeto como chusco.
Por el contrario, el niño amaba e idealizaba a su madre según contó Peter Hays en Cuando el león ruge , la biografía de Mayer. “Ella murió en 1913. El era su hijo favorito y siempre conservó una foto en su habitación porque fue como un ícono en su vida”, señaló el escritor.
Mayer jamás toleró que nadie, en su presencia, hablara despectiva o groseramente de las mujeres; en una ocasión el bocazas de Erich von Stroheim, un controvertido y polémico director de cine, se atrevió a decirle a bocajarro a Louis :“todas las mujeres son una putas”.
El empresario tomó aire y le propinó un soberano mamellazo en la crisma que lanzó al teutón por el piso, mientras vociferaba como un poseído: “¡Nadie en mi presencia se atrevió a hablar así de las mujeres y salirse con la suya!” acotó Kenneth Anger, en Hollywood Babylonia .
Frances Marion, quien fue guionista de MGM, comentó que en la primera cita de trabajo Mayer le advirtió que nunca debería escribir nada que avergonzara a su esposa Margaret Shenberg o a sus dos hijos.
Eso no le impidió sostener un enredo de faldas con Ann Miller, una famosa bailarina y actriz que hizo yunta con Fred Astaire, Gene Kelly y Bob Fosse. La madre de la jovencita impidió que ambos formalizaran su relación.
En realidad Louis era candil en la casa y oscuridad en la calle; como empresario nunca tuvo reparos para gritar, triturar, insultar o destruir la carrera de quienes lo desafiaban.
Los primeros contactos de Mayer con el cine comenzaron a los nueve años, cuando la familia se estableció en Boston. Ahí, en la adolescencia, alquiló un teatro para proyectar películas, que fueron la base de su posterior imperio.
A los veinte años ya había amasado un capital con la exhibición de El nacimiento de una gran nación , de D.W. Griffith. Con un buen puñado de dólares levó anclas a Los Ángeles para construir el Gem Theater, primero de una vasta cadena de salas de cine.
Un año después, en 1917, fundó la Louis B. Mayer Pictures con lo cual agregó a su cadena la de productor; este gozne le permitió en 1924 fusionarse con Metropolitan Pictures Co. y Goldwyn Pictures Co. para constituir la MGM y colocar en el podio a su esbirro y mano derecha Irving Thalberg.
Mayer conservó la imagen del león diseñado por Howard Dietz en 1916, un periodista que se inspiró en el emblema de la Universidad de Columbia.
Con el lema “diversión sana para toda la familia” MGM echó mano de luminarias contratadas a precio de hambre para producir bombazos como: Un americano en París , Cantando bajo la lluvia, Doctor Zhivago, Quo Vadis, Tarzán de los Monos, Una noche en la ópera y hasta se apropió de Lo que el viento se llevó. Por su aro de domador pasaron algunos santones: Charlton Heston, Vivien Leigh, Buster Keaton, Alfred Hitchcock, George Cukor, John Ford, Howard Hawks y John Huston.
Todo ese universo alcanzó el cenit en los años 20, 30 y 40 del siglo XX basado en la calidad de los directores, productores y temáticas; pero sobre todo la de sus estrellas, seguidas con fervor religioso.
El todopoderoso
Ni cinco tristes leones: Slats, Jackie, Tanner, Jackie II y Leo pudieron impedir la quiebra de MGM en el 2010 y su posterior adquisición por un grupo empresarial liderado por Sony, previo pago de casi $5 mil millones. En 90 años de historia produjo cuatro mil películas, obtuvo 205 premios Óscar y generó más de 10 mil horas de espacios televisivos.
Los felinos fueron el símbolo que mejor retrataba a Louis B. Mayer, el hombre cuya grandeza iba en proporción inversa a su tamaño físico. Mayer vivía de superlativos: las películas con los mayores presupuestos; el estudio con las estrellas más notables; la industria con los ingresos más voluminosos y, bajo su mando, el hombre mejor pagado de Estados Unidos, durante nueve años consecutivos.
Eyman entrevistó a 150 personas y tuvo acceso a los archivos privados de Louis para escribir una de las biografías más completas de un titán del cine, caricaturizado y demonizado por quienes lo amaban y lo odiaban.
Era un ogro que a golpe de chequera compró las conciencias más endebles: políticos, policías y periodistas. Metió un mundo entero en los 676 mil metros cuadrados de los estudios MGM y ahí imperaban solo sus reglas.
Chiquito y regordete, usaba anteojos y traje bien cortado; reinaba desde una oficina forrada en cuero blanco y desde ahí olisqueaba como un león en la sabana, para caer sobre sus víctimas y desgarrarlas.
En esa urna de sueños coexistían desde los dientes postizos de Clark Gable; los bajos instintos de Jean Harlow; los vaivenes emocionales de Judy Garland hasta los mimos instintivos de Lassie, la perra que no se acostó con nadie en Hollywood.
Louis B. Mayer fue un déspota, un tirano emocional, un caníbal capaz de ensartar el corazón de una estrella o acariciarle el lomo como a un gatito; fue el único que supo cuidar el talento de sus luminarias consciente de que el cine no debía reflejar la realidad, sino evadirla.
Para muchos fue un moralista que censuró a los mejores directores, persiguió y destruyó a los intérpretes, cercenó obras maestras del cine y rechazó cualquier tema contrario a sus principios.
Tenía un lema: gastar dinero es ganarlo. Sus dos mejores negocios fueron: contratar a Irving Thalberg como jefe de producción de MGM y pactar con William Randolph Hearst para filmar todas sus películas a cambio de que este pusiera a su disposición toda su maquinaria periodística: 22 diarios, 15 dominicales, siete revistas y nueve millones de ejemplares diarios.
Su imperio solo le sobrevivió siete años. Murió a los 73 años –a causa de la leucemia– el 29 de octubre de 1957.
El funeral fue multitudinario porque todos querían asegurarse de que el tirano … estaba bien muerto.