Es el espíritu que siempre niega. Otros lo llaman el “Papa” del cine basura o el príncipe de los vómitos. Puede ser eso y más, ya que él no escatima ocasiones para mostrar todo lo vulgar que puede ser alguien cuando se lo propone.
Todo empezó a sus 16 años, fecha en la que su abuela le regaló una cámara de filmación, y desde ese día la usó como si fuera una guadaña y cercenó todo lo digno y respetable del ser humano. Literalmente, no dejó títere con cabeza.
El lector podría pensar que lo mismo dijeron de El Bosco, cuando pintó –en el siglo XVI– el tríptico del Jardín de las Delicias ; o de Pablo Picasso con su Guernica o de Paul Verlaine, el poeta francés, que se paseaba por las calles de París blandiendo un gato muerto.
Más que un cineasta sería algo así como un provocador, un gamberro que se presentó en sociedad de la peor manera imaginable.
En 1972 dirigió su tercera película, Flamencos Rosas , que tenía de personaje principal a Divine, un travesti amigo de la niñez. Si eso ya era dinamitar los prejuicios imperantes, más aún la escena final: un perro hizo su porquería en la calle y Divine… se la comió.
Había que tener panza de lata para no regurgitar en la butaca las palomitas, el refresco y la hamburguesa. Igual ocurrió en 1981, con su cinta Polyester , en la cual probó la novedosa tecnología del odorama, algo así como cine con olores.
Cada espectador recibía a la entrada de la sala una cartulina con olores. Cuando en la pantalla aparecía cierto número debía raspar el cartón correspondiente y emanaba la fetidez a: huevos podridos, vómitos, excrementos, ventosidades y cuanta miasma pueda uno imaginar.
Tan corrosivo como el agua regia, sus películas –que hace cuatro décadas eran descacharrantes– hoy pasan por arqueología cinematográfica y apenas para lactantes.
Esas cintas estaban repletas de personajes dispuestos a lo que fuera con tal de ser famosos: adictos al sexo, coprófagos, ninfómanas, compulsivos, asesinos seriales y acosadores, solo por citar lo menos deleznable.
Su madre, Patricia Ann Whitaker, lo lanzó al mundo el 22 de abril de 1946 como si fuera un leño ardiente; tal vez a causa del oficio de su marido John Samuel Waters, un vendedor de equipo contra incendio.
Gastó la infancia en Lutherville, un barrio de Baltimore, la ciudad fetiche de sus películas; ahí trabó amistad eterna con Glenn Milstead quien sería musa de sus obras con el apelativo de Divine, una estrambótica drag queen .
El joven John intentó acomodarse al orden establecido; estudió en la Universidad de Nueva York, pero un día lo pescaron fumando marihuana en los jardines y lo tiraron a la calle.
Esto le permitió dedicarse de lleno a su titánica misión de dinamitar las bases convencionales que sostenían a la sociedad norteamericana de los años 70, del siglo XX. En su libro Majareta afirmó: “No puedo evitarlo, me gusta estar entre asesinos, violadores y corruptores de menores”.
Las primeras experiencias fílmicas de Waters fueron rodadas en el vecindario familiar, con ayuda de un grupo de inadaptados conocidos como los Dreamlanders.
Con Flamingos Rosa , Cosa de hembras y Vivir Desesperadamente –la trilogía fundacional del cine basura– torpedeó la línea de flotación de todo lo que muchos consideraban decoroso, respetable y digno.
Alcanzó notoriedad a costa del consejo materno: “El nombre de un caballero nunca debe salir en un periódico, salvo por tres excepciones: la noticia de su nacimiento, la de su boda y la esquela funeraria”.
Caja negra
Hace unos meses cumplió años, una edad y un número cabalístico y apenas para alimentar su enfebrecida imaginación: 69. A John le fascina que lo llamen el “Papa de la basura” o el “Sultán de los grotesco”.
Waters es un animal de costumbres y todavía vive en Baltimore, en una casa rodeada de árboles y donde se respira tranquilidad. Si, por un momento, el lector pudiera entrar al interior de esta residencia, le llamarían la atención algunos detalles macabros: un muñeco de Chucky; un bebesote de hule sentado en un sillón; una silla eléctrica y una metralleta Tommy –como las que usaban John Dillinger o Bonnie & Clyde–.
Contrario a lo que pudieran pensar John no guarda cadáveres en el sótano o en los armarios, más bien almacena periódicos viejos porque es un junkie –o drogadicto– de las noticias, ya que lee siete periódicos por día y cualquier cantidad de libros, que se amontonan sobre el piso.
Lleva una vida metódica, que solo altera por sus rutinarias visitas al panteón donde yace su inolvidable Divine –Harris Glen Milstead– y donde algún día, tal vez no tan lejano, él le hará compañía.
Pareciera un hombre feliz y en una entrevista comentó: “Estoy muy bien aquí. Nunca he tenido un trabajo real. Lo único que hice fue trabajar en una librería, y ya casi no quedan. Para mí el éxito es poder comprar cualquier libro sin mirar el precio y no tener que estar rodeado de estúpidos. Eso es ser rico. No tiene nada que ver con el dinero”.
Confiesa ser un aficionado a inhalar “Popper”, una poderosa sustancia química que acelera al máximo el corazón y eleva la líbido, asiduo del “porno vintage” y de viajar haciendo “autostop” para conocer gente tan extravagante como él.
John se crió en un hogar católico acomodado y desde jovencito quedó fascinado por la violencia y el cine gore , un estilo visceral y explícito hasta la crueldad.
Según él su impresión más vivida fue una vez que encontró sangre seca en los restos destrozados de un viejo vehículo; también se ufana de haber utilizado binoculares para ver desde su habitación películas triple equis, en un autocinema de Baltimore.
¡Uhmmm quuee chiquito! Las primeras cintas de Waters no fueron videos caseros, ni fiestecitas familiares con quequito de cumpleaños; para nada, eran filmes demoledores, impúdicos, grotescos y despiadados cuyo único objetivo era aplastar todos los valores morales de la clase media norteamericana.
Sus primeras proyecciones las hizo en lo sótanos de una iglesia alquilada y los promovió con volantes fotocopiados que él mismo repartía.
Con un préstamo paterno de $2 mil montó, en 1969, su primer largometraje Mondo Trash ; la víspera del estreno la policía lo detuvo y lo acusó de conspiración y promover actos indecentes.
En 1972 filmó su repugnante Flamingos Rosas y algunos críticos lo calificaron como la persona más sucia del mundo, lo cual no impidió que la cinta marcará un hito cinematográfico y hoy es objeto de culto entre muchos expertos del sétimo arte.
Asqueado de las exigencias de Hollywood se retiró durante seis años y en ese tiempo escribió ingeniosos artículos para prestigiosas revistas y en 1988 volvió a las andadas con Hairspray , ambientada en los años 60 y considerada un baluarte de la tolerancia racial.
Después llegaron nuevos títulos, cuyo nombre presumía lo que se vería en la pantalla: Maníacos varios ; Los asesinatos de mamá ; Cecil B. Demente , Polyester y Pecker , que en el lenguaje barriobajero gringo significa verga.
Con los años John moderó su actitud y lo que antes era prohibido, ahora es letra común. Como él mismo dijo: “Cada vez es más difícil provocar o sorprender porque Hollywood ya ha admitido el sexo y la violencia extrema y ahora busca películas como las mías”.
Director, actor de cine y televisión, escritor, comediante, profesor universitario y viajero impenitente; derrumbó tabúes como pines de boliche y demostró –como Oscar Wilde– que la vida es demasiado importante como para tomársela en serio.
Juzgar a John Samuel Waters Jr. solo por sus corrosivos filmes, sería ignorar al refinado y peculiar personaje que se esconde detrás de su fino bigotito, como pintado con tiralíneas bajo su nariz de sátiro.