¡Qué comience la noche blanca! Había que acabar pronto con la agonía. Las enfermeras y secretarías repartieron vasitos con una mezcla de jugo y cianuro; primero a los bebés, después a los jóvenes y al final a los adultos.
En total 919 adeptos murieron el 18 de noviembre de 1978, presa de terribles dolores, para satisfacer los deseos mesiánicos de un pastor evangélico que fundó el “paraíso socialista” en Guyana, bajo el alero del Templo del Pueblo.
Locura, ansia de poder, suicido colectivo o masacre. El reverendo Jim Jones fue el líder espiritual que dio la orden de iniciar la matanza; él se consideraba un visionario, Jesucristo y Lenin, el único Dios vivo sobre la Tierra.
Con su verbo ardiente fundó la secta en California; pero compró al gobierno de Guyana –en la costa norte de América del Sur– una finca de 140 hectáreas donde estableció Jonestown. Ahí estableció su feudo espiritual con su mujer Madeleine, su hijo y un puñado de acólitos.
Jones estaba convencido de que la Guerra Fría terminaría en una hecatombe nuclear y solo unos elegidos se salvarían.
La mayoría de los crédulos eran negros, unos blancos y el resto de diferentes etnias, porque el Templo del Pueblo se basaba en la armonía racial y en el credo evangélico pentecostal. A todas horas se escuchaba por los altavoces las prédicas de Jones, inspiradas en Carlos Marx y en La Biblia.
El lugar era una utopía. Jonestown se autoabastecía; sembraban, criaban ganado, cosían sus ropas y fabricaban sus calzados. Había escuelas para los niños y clínicas para enfermos y ancianos. Todo se compartía, hasta el sexo, no había límites porque en el socialismo ni las personas eran dueñas de sí mismas.
Aunque Jones era más blanco que la leche creía tener el alma negra. Su imagen fascinaba, era un ídolo pop, generaba lealtad inmediata y de ahí al fanatismo y la idolatría.
Está bien el culantro, pero no tanto. La Central de Inteligencia Americana (CIA) envió al congresista Leo Ryan a Guyana, para que investigara aquel loco apocalíptico.
El político llegó a Jonestown el 17 de noviembre de 1978, junto con tres reporteros de la cadena NBC, un desertor de la secta, once familiares de los fieles y el diplomático Richard Dwyer, de la embajada en Guyana.
Lo que deseaban era indagar sobre los supuestos abusos del líder religioso, y grabar en secreto un video para transmitirlo por televisión.
Fueron recibidos con un espectáculo musical, pero cuando Jones se enteró de sus intenciones desencadenó la escabechina; emboscó a los visitantes y los acribilló a tiros.
Sin otra salida más que el suicidio revolucionario, Jones explicó a sus seguidores que la comuna había sido destruida; solo quedaba la muerte ritual para reencarnar en otra vida mejor.
En otras ocasiones habían ensayado la Noche blanca , pero esta vez iba en serio. Repartieron entre los fanáticos dosis de cianuro potásico mezclado con jugo de uva. Con un megáfono el reverendo increpaba a las víctimas: “debéis morir con dignidad”.
La colonia quedó regada de cadáveres. El de Jones fue localizado en su choza, antes mató a su mujer e hijo, después se disparó con una escopeta.
Mesías tropical
La segregación racial y el fanatismo religioso fue el primer aire que respiró en Lynn –Indiana– James Warren Jones, al nacer el 13 de mayo de 1931; era hijo de James Thurmond y Lynetta.
El padre padeció las secuelas de los gases venenosos que respiró en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y aseguran que era simpatizante del Ku-Klux-Klan. La madre inspiró en James el amor por los animales, por los desfavorecidos y la idea de que algún día sería predicador.
En la cochera de la casa improvisaba sus peroratas, a perros y vecinitos. Así desarrolló su facilidad de palabra y la creencia de que el socialismo y la integración racial salvarían al mundo.
Con 23 años era un reconocido pastor; tuvo problemas por acomodar negros en las primeras sillas en los templos protestantes. Pronto ocupó otros cargos en la policía, los bomberos, los hospitales, los bancos, agencias de préstamos y compañías telefónicas.
En su cabeza bullían, como fuegos artificiales, una serie de ideologías inconexas: el socialismo apostólico, la integración racial, simpatizaba con Stalin y la Unión Soviética y a veces el maoísmo.
Igual ocurría con sus ideas sexuales. Su amigo y abogado Timothy Stoen estaba convencido de que Jones era el hombre más honesto, valiente y compasivo del mundo, requisitos “sine qua non” para que este y no él, dejara embarazada a su mujer Grace, cosa que Jim hizo sin arrugar la cara.
El Templo reunió 20 mil adeptos y Jones recibió el premio “Humanitarian of the Year” de Los Ángeles Herald y fue uno de los cuatro ganadores del trofeo “Martin Luther King”.
La prensa y los políticos recibieron muchas denuncias de maltratos físicos, abusos sexuales y corrupción financiera, lo que llevó a Jones a llevarse su utopía a otros lares.
En Jonestown era el amo, solo le rendía cuentas a Dios –que a fin de cuentas era él mismo– y nadie lo investigaría. Enloqueció y ordenó que todo ser vivo debía de morir: perros, peces, animales de granja y 919 personas.
El día del Juicio Final siguió. Durante meses los cadáveres de las víctimas rodaron de un lugar a otro, nadie quería recibirlos porque la prensa los presentó como malditos, como si fueran muertos vivientes.