Rebelde, inconforme y marginal. Lo sentía todo, lo veía todo. Su piel, con los años, en lugar de endurecerse se volvió más fina y sensible.
Nunca la sedujo su valor en la taquilla; jamás cedió a la tentación de filmar cualquier cinta para seguir vigente.
Su extraña belleza y su voz profunda fascinaron a los más grandes cineastas, que se la pelearon por tenerla en su lista de divinidades del celuloide.
Quienes la trataron, en más de 60 años de labor artística, aseguraban que poseía una energía incontrolable, y para ella el cine era más que una carrera, era su vida.
A lo largo de 120 cintas interpretó una vasta gama de personajes; destacó como Florence Carala, la calculadora y fría asesina en Ascensor para el cadalso , de Louis Malle, donde mató a su marido con la ayuda del amante. Hizo lo mismo en La novia vestía de negro , de 1967, en la que liquidó –sin asco y por venganza– a cinco hombres.
Siempre hizo lo que quiso. A los 19 años inició en el teatro y desafió los deseos de su padre, el restaurantero Anatole Désiré Moreau, que premió sus esfuerzos con una tanda de bofetadas por desobediente.
Un profundo abismo los distanció desde ese día. “Era un hombre criado por padres del siglo XIX, jamás aceptó que su mujer fuera independiente y me daba mucha rabia ver cómo mi madre se dejaba manipular”, dijo la actriz.
Su mamá, Kathleen Sarah Buckley, era una bailarina inglesa que recaló en París como parte del grupo Tiller Girls, con tal de actuar en el Folies-Bergère. Jeanne Moreau nació en la Ciudad Luz el 23 de enero de 1928 y falleció, a los 89 años, este 31 de julio de 2017.
Se consideraba una niña del siglo XIX por el hogar tradicional en que vivió. Pasó la infancia en Vichy, al sur de Francia, y la familia retornó a la capital en 1938 debido a los problemas económicos paternos.
Después de graduarse del Liceo Edgar Quinet, en París, pasó a estudiar al Conservatorio y de ahí saltó a las tablas, para encumbrarse al teatro, al cine, la televisión, la ópera, escribir guiones y libros, además de dirigir con notable éxito.
También cantó Le Tourbillón , el tema de la película Jules y Jim ; o la canción del filme India Song , de su entrañable cómplice Marguerite Duras.
Semejante tarea artística fue recompensada, en 1998, con un Óscar Honorífico; en el 2008 ganó un Súper César de honor de la Academia Francesa. A eso deben agregarle una montaña de reconocimientos, cargos, medallas y premios, cada uno más rimbombante que el anterior.
En 1949 se casó con el cineasta Jean-Louis Richard, con quien procreó a Jerome. Este –a los 10 años– estuvo a punto de morir en un accidente vial, cuando viajaba en un auto con Moreau y Jean Paul Belmondo.
Dejó a Richard por el director gringo William Friedkin, con quien vivió apenas dos años.
Tuvo amoríos muy surtidos; sedujo a incontables hombres, pero solo le atraían aquéllos con talento. En su “check list” figuraron Louis Malle, Lee Marvin, Pierre Cardin y el actor griego Teodoro Roubanis, y uno por aquí y otro por allá.
Además, “siempre he sido la primera en irme, no me gusta que me abandonen”.
Más allá de las nubes
Mujer libérrima y contra corriente. Heredó el gusto por la lectura de un tío extrovertido, que le prestaba libros prohibidos para leer a escondidas; también le pagaba clases de baile.
El padre, Anatole, detestaba a la hija mal amansada que descubrió sus apetitos sexuales tardíamente gracias –según ella– a esas lecturas pecaminosas. Esa versión la cambió años después, cuando contó sus divertidas aventuras carnales en un hotelucho de Montmartre, donde vivió con su familia.
Aprendió la disciplina y la exactitud en el arte cuando ingresó, con solo 19 años, a la prestigiosa Comédie Francaise. “Eso me convenía. Me gustaba porque mi padre no estaba a favor de que hiciera estudios largos, me imaginaba de funcionaria o como esposa de un cocinero”.
Recién salida de una ruptura amorosa conoció a Duras; como ya era una estrella del celuloide podía imponer a quien fuera el tema, el director, el actor y lo que tuviera en gana.
Le escribió a Marguerite y esta le dio audiencia. Se llevaron de perlas y ella la dirigió en Nathalie Granger .
Pese a no ser una mujer bella, según los estereotipos de Hollywood, encarnó a decenas de seductoras, melancólicas, vividoras, frágiles, pérfidas, mandonas y heridas; una perfecta femme fatale , tal como lo demostró en Diario de una camarera , de Luis Buñuel, donde desplegó su misterioso erotismo.
Los fetichistas morían por sus labios carnosos, pero más por su peculiar timbre de voz, potente y grave.
Jeanne contó que nunca educó su voz. “Nací con ella, y el tabaco y los cigarrillos han sido lo que agudizaron su metamorfosis”. Los directores la retocaron y el tiempo hizo su trabajo hasta definir el tono exacto.
Ya fuera Orson Welles, Rainer Werner Fassbinder, Francois Truffaut, Elia Kazan, Michelangelo Antonioni o Wim Wenders, o cualquiera de los monstruos que la dirigieron, todos destacaron la intensidad con que Moreau vivía sus personajes. “Dejaba la piel, nunca fingía”, escribió Buñuel.
Jeanne Moreau estaba enamorada del cine y en cada película pasó momentos que nunca había experimentado en la vida real, aunque en su faceta de ciudadana fue una mujer de carácter, que luchó por diferentes causas sociales.
Para ella, lo más importante de la vida, era vivirla.