Los vivos merecen respeto; los muertos: la verdad. Cegada por los destellos de Hollywood se creyó predestinada a la fama; la logró, es cierto, pero ya muerta.
El captor le hizo un fino corte desde la comisura de los labios hasta las orejas para dejarle en su rostro una grotesca sonrisa. Antes de matarla se entretuvo tres días seguidos: traumatismos, laceraciones, incisiones, quemaduras y desollamientos parciales.
Las cuerdas que la ataban se hundieron en sus tobillos, muñecas y cuello. Le extrajo las vísceras y la desangró, boca abajo y colgada de los pies. Sacó tiempo para lavar el cadáver, peinarlo, le tiñó el cabello de rojo y partió el cuerpo.
Entre hierbajos y basura, en un patio de la avenida Norton en Los Ángeles, Betty Bersinger intentó recoger un viejo maniquí desmembrado. Gritos, alaridos y llantos contenidos fueron la salmodia que inundó el ambiente, mientras la policía, la prensa y los curiosos forcejeaban para ver aquellos despojos.
El FBI tomó las huellas dactilares y las rastreó en su archivo de 104 millones de fichas hasta que la pegó. El rompecabezas humano que yacía en una bandeja forense tenía nombre: Elizabeth Short.
Piel color de luna, ojos azules, cabello azabache y largo, esbelta, 22 años y de buen ver. Los sabuesos de Los Ángeles Examiner localizaron a la madre –Phoebe Short– y por teléfono le anunciaron que su hija había ganado un concurso de belleza.
La ingenua señora contó a los reporteros la vida y milagros de su niña, nacida en Massachussets el 29 de julio de 1924; cómo Cleo –el padre– dejó botada a sus cinco hijas y que Elizabeth se fue a Los Ángeles. Al final de la llamada le dijeron la verdad.
Desde ese día, los periodistas –y las autoridades– trastocaron la historia de la jovencita. De triste camarera ilusionada pasó a ser una lesbiana, prostituta y borracha que les chupaba la sangre de sus novios para saciar su hambre de gloria y dinero.
Un batallón de 250 oficiales rastreó la zona; 300 personas fueron a declarar, decenas de locos juraron ser los asesinos con tal de ganar notoriedad, pero todo terminó en un callejón sin salida. Entre el 9 y el 15 de enero de 1947, cuando localizaron el cuerpo, nadie supo qué hizo, con quién y dónde estuvo la víctima.
Sin empacho los tabloides mancillaron el nombre de Elizabeth, publicaron titulares escabrosos y fotos brutales del cadáver. La dulce jovencita, por su cabellera negra y la costumbre de vestir siempre de ese color– en contraste con su blanca piel–, fue bautizada post mórtem como: ¡La dalia negra!
Sueños rotos
Ella quería bailar como Ginger Rogers, besar a Clark Gable, lucir como Greta Garbo, enamorarse de James Stewart, ir a los estrenos en limusina; gastar los billetes en pieles, joyas y mansiones; vivir en la galaxia del glamour , en el hogar de los cuerpos celestiales: ¡Hollywood!
Así veía el mundo Elizabeth desde Hyde Park, un suburbio obrero de Boston, donde se crió en plena crisis económica y se hizo joven en los preludios de la Segunda Guerra Mundial, entre los años 20 y 30 del siglo XX.
Los magnates del cine sabían que los sueños venden y los pobres los compran al precio que sea. Cleo Short desapareció en 1929; algunos juraron que se lanzó de un puente, pero apareció años después como peón en un astillero de California y Elizabeth vio la oportunidad de cristalizar sus fantasías.
Apenas soportó coexistir con Cleo y mejor se fue a vivir sola. Consiguió empleo como cajera en la base militar de Camp Cooke y ahí saltó de fiesta en fiesta, de soldado en soldado y acabó fichada por pasarse de tragos, siendo menor de edad.
La devolvieron donde Beth, volvió a escaparse y se enroló con un tal Arthur James, mequetrefe acusado de falsificar cheques y presunto agente de artistas. De nuevo al hogar y otra vez a la calle; se fue a Miami con unos parientes y –enamorada de los uniformes– se comprometió con el piloto Matt Gordon. A este lo mandaron a la India y se mató en un accidente aéreo.
Superado el trauma buscó otro aviador, Gordon Flicking, y se fue con él a Long Beach; allí frecuentó los salones de fiesta y los cines para ver y ser vista. Gordon se marchó y ella se reinventó de nuevo.
Si uno le creyera a los periodistas, ella se convirtió en una actriz porno suave, dedicada a capturar novios para usarlos como peldaños en su escalera hacia el estrellato y en una mentirosa compulsiva que fabricó una historia dramática, de pretendientes fallidos y promesas actorales.
De los 16 años a los 22, cuando la destrozaron, Elizabeth malvivió como mesera y en trabajillos ruinosos, explotada por falsos promotores, amparada a la caridad de amigas y, en ocasiones, durmiendo en la butaca de un cine debido a la falta de dinero.
La víspera de su desaparición, se despidió, en una estación de buses, de Robert Manley, pelirrojo que la merodeaba. Nadie la volvió a ver con vida.
A los 10 días del crimen llegó un paquete a la redacción de Los Ángeles Examiner . Contenía las pertenencias de la difunta: fotos, un boleto y una agenda. La envió el asesino, con la promesa de aportar más detalles.
¿Quién la mató? ¿Qué importa? Su cadáver produjo muchos dividendos a los mercaderes de sueños.
Para Elizabeth Short –la Dalia Negra–, los muertos fueron sus amigos y los vivos sus verdugos.