“Mientras vivas, cuídate de juzgar a los hombres por su apariencia externa”, advirtió Jean de la Fontaine.
Los niños jugaban con él. Los quería y los cuidaba como El gigante egoísta , de Oscar Wilde. Les contaba historias de tierras ignotas y remotas.
Aquel hombrecillo enclenque, pusilánime, bajito, taciturno, de extraviados ojos azules y asustadizo cual cucaracha, era incapaz de ver un hilillo de sangre.
Vivía íngrimo en una granja perdida en un bosque de 80 hectáreas, a 10 kilómetros de Plainfield, Wisconsin. En 1957, solo tenía 625 habitantes. El mundo giraba en torno a Doris Day, la virginal rubia de las comedias tontas gringas; Walt Disney fundó Disneylandia, el “lugar más feliz de la tierra”; los jóvenes bebían malteadas y conducían veloces carros con las aletas cromadas.
Las únicas amenazas eran la guerra nuclear, las hormigas gigantes, tarántulas asesinas y criaturas deformes venidas del espacio exterior. Ante tales peligros a nadie le importó que Georgia Weckler se evaporara cuando venía del colegio; otra niña de 15 años se esfumó camino a su casa; Evelyn Hartley, Víctor Travis y Ray Burgues, por citar algunos, se perdieron en el aire.
En la Taberna de Hogan, Eddie Gein era famoso por su efervescente imaginación y su humor negro y ácido. Los granjeros solían contratarlo para pequeñas tareas agrícolas o de carpintería.
Los montañeses de Plainfield defendían a escopetazos valores tan acendrados como la propiedad, la familia, el pastel de manzana y el culto dominical.
La noche del 17 de noviembre de 1957 el sheriff Art Schley entró a tientas en la cabaña de Eddie y rozó con el hombro un bulto bamboleante: ¡un ciervo!, pensó. Dirigió su linterna al objeto y reculó.
Veterano de guerra, a duras penas se sostuvo en pie: frente a él oscilaba abierto en uve, colgado de los tobillos con alambres de púas, un cadáver abierto en canal desde el pubis hasta el cuello; sin cabeza, ni tripas. Un examen forense dictaminó que eran los restos de una mujer sin sus vísceras, genitales y ano.
El cubil abundaba en excrementos humanos y animales. La policía realizó un inventario: cuatro narices; nueve vulvas saladas; una taza hecha con un cráneo invertido; diez máscaras con rostro de mujer; varias cabezas clavadas a las paredes; un corazón en un sartén; decenas de órganos en las neveras; un collar hecho de labios intercalados con pedazos de dedos, una faja de pezones; un chaleco de vaginas; monederos, lámparas, asientos y un vestido completo de mujer, cosido con…, ¡piel humana!
Vade retro
Eddie copó las portadas de la prensa, desde la más arrabalera hasta encumbradas como Life , que le dedicó un amplio fotorreportaje en noviembre de 1957: Ed Gein: Portrait of America’s Original Psycho Killer”.
La explosión sensacionalista fue como una bomba de hidrógeno. El rostro bonachón del homicida y las sinrazones de su conducta desataron perversiones, peor que sus crímenes.
En el paraíso del capitalismo todo negocio es bien visto. Un tal Bunny Gibbons pagó $760 por un destartalado Ford 1949 y lo exhibió en la Feria Anual del Condado con un enorme rótulo: ¡Vea el auto que transportaba a los muertos! ¡Está aquí! ¡El carro de los crímenes de Gein! Dos mil personas pagaron 25 centavos por entrar al vehículo, tocar una falsa mancha de sangre y por un instante sentirse en el lugar de las víctimas.
Los engranajes del mercadeo crujieron y comenzaron a generar productos: camisetas, muñecos, historietas, canciones, libros, películas y chistes que elevaron al estrellato al primer asesino en serie norteamericano.
Su mente era un laberinto de sicopatías: voyeurismo, necrofilia, canibalismo, travestismo y fetichismo.
A todo ello se unió una jauría de escritores calenturientos y productores de cine. Robert Bloch escribió Psicosis , que adaptó a la pantalla el maniático de Alfred Hitchcook. La casa y la máscara de Leatherface, el asesino de Masacre en Texas , se inspiró en Gein; Thomas Harris creó al criminal Bufallo Bill –de El Silencio de los inocentes – basado en la conducta de Eddie. Hay más: Michael Myers, de Halloween ; Jason Voorhes, de Viernes 13 , y Theodore T-Bag, de Prision Break , le deben la vida a Eddie.
Solo dos crímenes se le endosaron: el de Mary Hogan, tabernera con pasado de meretriz, y el de Bernice Worden, dueña de una ferretería.
Hogan desapareció y solo dejó un rastro de sangre sobre las tablas del bar, alguien la arrastró como a un cerdo hasta el patio trasero y nunca se supo nada más. Bernice era una devota metodista, empresaria de éxito, regordeta y candidata a Ciudadana de la Semana por un periódico de Plainfield. Gein la cortejaba pero Worden lo tenía por un idiota.
La tarde del 16 de noviembre de 1957 Eddie llegó al local, compró anticongelante, preguntó trivialidades, sacó una escopeta, la cargó y le abrió un boquete en el pecho a Bernice.
Jaló el cuerpo hasta su furgoneta, lo llevó al destripadero que tenía en la casa y con la pericia de un carnicero lo descuartizó. Lo colgó de las piernas hacia abajo para desangrarlo en una pileta, le cortó la cabeza y en las orejas le insertó unas argollas para guindarlo de una pared, como un trofeo de cacería. Le arrancó las entrañas y las refrigeró; no tuvo tiempo de despellejarlo.
Cuando no tenía chance de matar; acudía en la noche al panteón y abría una tumba fresca. Desmenuzaba el cuerpo y sacaba lo que ocupaba: órganos, piel, huesos, sangre. Eso sí, nunca violó a sus víctimas: “Olían muy mal”, confesó
Líbranos del mal
En el hombre hay mala levadura; en algunos, apuntó Thomas Hardy, “lo que es malo, puede ser aún peor”.
George, el padre de Eddie, quedó huérfano a los cinco años y fue educado por sus estrictos y religiosos abuelos. Era ya un borracho contumaz cuando a los 20 años conoció y se casó con Augusta, una fanática luterana que odiaba a los hombres lascivos y pecadores, como su marido. La madre deseaba una hija, porque ya tenía un niño de siete años –Henry–; pero nació Eddie –en 1906–. Con el tiempo quiso ser mujer, compró libros de anatomía con la absurda idea de hacerse la operación de cambio de sexo.
Augusta jefeaba el hogar como un campo de prisioneros, y administraba una tienda de comestibles con la honestidad de un fenicio. Para alejar a sus bebés de los vicios la matrona decidió trasladar la familia a Plainfield, donde Eddie creció solitario, sin amigos, sin educación y sometido a la férula materna.
Todos los días leían La Biblia y Augusta presentaba a las mujeres como la causa diabólica del pecado original; en una ocasión pescó a Eddie complaciéndose a mano limpia y lo escarmentó con agua hirviente.
Aún así los dos se amaban de manera enfermiza. Con los años Augusta enfermó, dejó de moverse y murió, en 1945. Eddie dejó intacta la habitación y la convirtió en un mausoleo donde guardó el cadáver reseco. Solía conversar con su madre y esta lo sermoneaba si se portaba mal.
Solo, deprimido, dependiente, sin el amor de una mujer Eddie fue deslizándose en el torbellino de su mente. Como no podía contactar mujeres vivas, las buscó en el cementerio y vagaba entre las tumbas, abriendo las más frescas, para llevarse a su casa, casi siempre, los órganos que no poseía: pechos, vulvas, vaginas, pezones, ovarios y pieles, para coser máscaras y vestidos.
Tres meses después de que la policía entró a la granja sentaron a Gein en el banquillo de los acusados; los sicólogos dieron sus testimonios y el juez determinó que era inimputable.
Lo enviaron al manicomio del estado. Jamás tuvo problemas, nunca ocupó sedantes, con sus habilidades artesanales ganó un poco de dinero y compró una radio. Por años tuvo un nutrido club de admiradores.
Pasó 26 años encerrado. Murió como un angelito en su cama, a los 78 años, el 26 de julio de 1984. Casi siempre, dijo el presidente Franklin D. Roosevelt, “los hombres no son prisioneros del destino, sino de su propia mente”.