En el mundo hay fantasías y mujeres que se las creen. Esta se creía descendiente de nobles franceses; se imaginó rodeada de doncellas y caballeros que se batían por un sí o por un no, entre sedas y tafetanes, banquetes y copas, luces mortecinas y un rey como Arturo, el de la Tabla Redonda, señor de Camelot.
¡Qué rey ni que ocho cuartos!, puras tonteras de una familia de mitómanos con menos pedigrí que una pulga, cuyo ancestro más reputado fue amigote de farras de José Bonaparte –apodado en España Pepe Botellas, para más señas– y que había sido ebanista, carpintero, comerciante y corredor de bienes raíces.
Jacqueline Lee Bouvier Kennedy Onassis fue la doble viuda de dos de los hombres más controversiales y poderosos del siglo XX; uno por la política –John F. Kennedy– y otro por la plata, Aristóteles Sócrates Onassis. El escritor John Davis, en Los Bouvier: retrato de una familia , partió en pedazos el linaje aristocrático inventado por John Vernou Bouvier Jr, abuelo de la Primera Dama norteamericana.
En su breve paso por la Casa Blanca, de 1961 a 1963, le dio a los norteamericanos algo que no venden en el “mall”: ¡majestuosidad! y ¡clase!. Iluminó la pragmática política con sus finas maneras, su vocecita de “yo-no-fui”, sus trajes de diseñador, sus fastuosas cenas y convirtió la residencia presidencial en un Salón, al estilo francés del siglo XVIII, y ella en una cortesana, eso sí, más cortés y sana que Madame Pompadour, Madame de Stäel o la Recamier.
Toda su vida tuvo un solo objetivo: casarse con un marido rico que le pagara sus veleidades y manías, como comprar 200 pares de zapatos en un día o mandar al piloto de Onassis a traerle el pan para el desayuno, pero a una panadería en Chipre, como a 200 kilómetros de distancia, ¡ahí a la vueltita!
Y es que era hija de su madre. Janet Norton Lee se casó con John Vernou Bouvier III, corredor de bolsa de Wall Street, esperanzada en una vida regalada pero los negocios del pobre John no le alcanzaron ni para el arranque, de ahí que buscó otro prospecto con una billetera más gorda. El nuevo pez fue Hugh Dudley Auchincloss, Jr., heredero de la Standard Oil.
Con el primer marido Janet tuvo a Jacqueline , que berreó por primera vez el 28 de julio de 1929, en Nueva York. Lee, la hermana menor, nació cinco años después; por parte del petrolero tuvo dos hermanastros: Janet y James.
Acomplejada, solitaria, frívola, egocéntrica, inteligente; según Eleanor Roosevelt, “había en ella más de lo que se veía a simple vista”. Jacqueline Kennedy inventó la idea de Primera Dama, fue la mujer más fotografiada del siglo XX y vivió una tragedia griega.
Princesa Borgia
Aplomada, encantadora y regia, la pequeña Jackie posó sobre un poni, para The East Hampton , en su segundo cumpleaños. Su madre Janet apenas se perdía bautizo, piñata y cuanto agasajo había en el pueblo para lucir a su niña y abrirle un hueco en la high society neoyorkina, apuntó Cristina Morató, en Divas Rebeldes .
Tres décadas más tarde, aquella criatura morena, vivaz, de rostro apacible y espesa melena, sería la emperatriz del glamour y “habitué” en las portadas de las revistas rosadas, sobre todo por su matrimonio con John F. Kennedy, el príncipe sin corona de la realeza gringa.
La pareja de Janet y John Bouvier estaba unida por la ambición megatónica de la esposa, una mujer mundana, de vida alegre y obsesionada con emparentarse con ancestrales patricios americanos. Con esa perspectiva Janet no reparó en medios y aunque le perdonó a John sus amoríos y borracheras, lo echó cuando quedó en la ruina, tras el naufragio de la Bolsa de Nueva York en 1929.
Como Jackie amaba a su padre, el divorcio la afectó mucho y este la colmó de regalos y fruslerías, con tal de hacerla feliz. John modeló en ella el gusto por lo bello, el histrionismo y la importancia de guardar las apariencias.
“No dejes nunca que adivinen tus pensamientos. Guarda tus secretos. Se misteriosa, ausente, lejana, un enigma hasta el último de tus días”, le aconsejó el progenitor.
Fue el padrastro de Jackie quien pagaría las extravagancias de la madre, que la matriculó en las escuelas más “sofis” de Nueva York, lejos de su familia pero rodeada de lujos y privilegios.
A los 18 años –en “edad de merecer”– fue presentada en sociedad y la prensa la declaró la Reina de las Debutantes, resaltando su porte clásico y la delicadeza de sus manos, cual fina porcelana de Dresde. Enfundada en unos largos guantes blancos, la jovencita ocultaba sus dedos manchados de tabaco, producto de fumarse dos cajetillas diarias de cigarrillos, y con las uñas mochas por el hábito de comérselas.
En el elitista Vassar College la apodaron “Princesa Borgia” y ahí aprendió historia, filosofía, religión, literatura e idiomas, sus materias preferidas. Pasó a París, a La Sorbona, y durante un tiempo dudó entre ser una diletante o una ama de casa.
Regresó a Estados Unidos y aunque ganó un premio de la revista Vogue , su madre no le permitió coquetear con la literatura, para que se concentrara en buscar un marido que le pagara su modus vivendi o estaría condenada a la ignominia: ¡trabajar!
Pero al destino nadie le tuerce el brazo. Con ayuda de un tío obtuvo una pasantía en el Washington Times-Herald , aprovechando su facilidad para redactar. En principio hizo de recadera y recepcionista, pero un día la mandaron a la calle a buscar rellenos noticiosos, para justificar su salario de $56.75 semanales.
Fue gracias a ello que Jackie conoció a Kennedy, el político más licencioso y simpático de Nueva York, capaz de hablarle al diablo si este le daba el voto.
Por aquellos días ella estaba comprometida –y con fecha de boda– con el corredor de bolsa John Husted, pero tras conocer al millonario senador y futuro presidente norteamericano, el amor salió por la ventana y la ambición entró por la puerta. Joe, el venal padre de JFK, vio la oportunidad dorada de que su díscolo hijo sentara cabeza, se casara con una señorita bien y cambiara ante el electorado su imagen de mequetrefe y mujeriego.
Los Kennedy eran hombres dominantes, desvergonzados, poderosos, “supermega” ricos y para ellos las mujeres eran solo trofeos y máquinas de hacer hijos. Agarrada de Dios y con tales recomendaciones Jacqueline se casó con John –¡qué raro, en esta historia todos se llaman igual!– el 12 de setiembre de 1953.
Lágrimas negras
Jackie no era feliz en su matrimonio, porque su marido era el mismo demonio. El serio JFK –acrónimo del finado mandatario– se excitaba hasta cuando se reía; la familia y los hijos solo contaban para él porque generaban votos, para pasarla bien estaban sus “amiguitas”.
Jack Kennedy era en realidad un Barba Azul, como en el cuento de Charles Perrault, solo que en lugar de cadáveres escondía querendengues hasta debajo de los ceniceros del Salón Oval.
La pobre Jackie creía que su marido llegaría a casa a las cinco, charlarían de las trivialidades hogareñas, acostarían al chorro de “mocosos” que tendrían y después…a disfrutar las delicias del arte de la almohada.
Solo que nadie le dijo que ser la esposa de un Kennedy era un oficio. Acomplejada por su físico escuálido, hombros anchos, pechos pequeños, manos grandotas y pies enormes –calzaba 42– no podía competir con las coristas, modelos, azafatas, secretarias, actrices y todas las mujeres que formaban el serrallo de la Casa Blanca.
Además, la familia del marido era una manada de corrientes; formada por nueve hijos, decenas de nietos, parientes y amigos de toda laya, que se reunían los fines de semana en Hyannis Port, la mansión del patriarca Joe y su esposa Rose, a quien apodaban belle-mére , pero en privado le decían “El dinosaurio”.
Jackie era una “culindinga” que arrugaba la nariz cuando le ofrecían pan con mantequilla de maní y jalea; en los paseos en bote solía llevar una canastita con su “déjeuner”: “terrine de pâté” y quesos franceses, irrigados con abundante vino…¡qué pesadez!
Asumió con filosofía su papel de consorte, criada y vestuarista del eterno sonriente de Jack. Lo enseñó a vestirse con trajes de buen corte, le encargó zapatos especiales porque tenía una pierna dos centímetros más corta que la otra. Para peores John era un saco de enfermedades y tenía que drogarse para levantarse cada mañana.
Pero el matrimonio se volvió una carga y ella se puso irritable; para superar las depresiones compraba de manera compulsiva y gastaba dinerales en remodelar la casa.
En 1955, recién llegada de un viaje por Europa donde se entrevistó con el Papa Pío XII, tuvo un aborto espontáneo. Un año después quedó embarazada. La niña, que se llamaría Arabela, nació muerta y la madre estuvo a punto de seguirla. A Jack le avisaron mientras paseaba en un crucero por el Mediterráneo.
Incapaz de alinear al esposo estuvo a punto de divorciarse, pero intervino Joe y le ofreció un millón de dólares a cambio de aguantárselo y…bueno…¡El amor lo puede todo!
El tercer embarazo le devolvió las esperanzas y le activó la “compradera”; despilfarró en un año $30 mil en ropa y otras menudencias más. Al fin nació Carolina, en 1957; tres años más tarde le tocó el turno a John Jr., quien moriría trágicamente a los 37 años junto con su esposa Carolyne Bessette.
Aún faltaba un último batacazo. El tercer hijo, Patrick, nacido meses antes del asesinato del mandatario en Dallas, Texas, apenas sobrevivió 48 horas y eso devastó a Jackie.
Su familia, las amantes de sus maridos –-incluyendo a Onassis– y el desprecio del clan Kennedy le amargaron la vida, pero sus dos hijos la hicieron feliz y fue una buena madre.
Días finales
La Reina de América, como gustaba llamarla Frank Sinatra, detestaba que le dijeran “First Lady”, porque le parecía el nombre de un caballo de carreras.
Con 31 años Jackie tomó posesión de la Casa Blanca el 20 de enero de 1961; ese sería el primero de los mil días que más ríos de tinta desbordó, para describir la manera en que la Primera Dama puso patas arriba el centro mundial del poder.
En su nuevo cargo Jackie dio rienda suelta a su narcisismo; gastó los fondos públicos como si fueran propios en la remodelación de una residencia, que desde los tiempos de John Adams, en 1800, había sido asiento de comadres, aficionadas al té, a tejer escarpines y chismorrear.
Bajo su espléndida mano hizo de la Casa Blanca un ágora cultural de primer orden, donde coincidió una pléyade de intelectuales, músicos, pintores y políticos de todo pelaje. Hubo obras de teatro, ballets , conciertos, exhibiciones y todo el que era alguien en el mundo, pasó por esos salones.
La imaginación de la señora de casa quiso ver en todo eso la leyenda caballeresca del Reino de Camelot, allá por el siglo XII. Pero todo sueño acaba y este ocurrió de la peor forma: ¡de un balazo!
A las 12:30 del 22 de noviembre de 1963, los sesos y la sangre del Presidente Kennedy tuvieron el mal gusto de mancharle su traje Chanel y los guantes blancos.
Una vez que organizó el funeral, inspirado en el entierro de Abraham Lincoln, y transmitido urbi et orbe , el 6 de diciembre abandonó la Casa Blanca porque al nuevo inquilino –Lyndon B. Johnson – le urgía pasarse.
Lo que vino después fue la construcción del mito de Jacqueline Kennedy: libros, películas, videos, imitadoras y cuanta ocurrencia cabía en periódicos y revistas sensacionalistas, fueron utilizadas para grabar en la cultura popular la imagen de aquella mujer, viuda de un ídolo, vuelta a casar con un sátiro griego y encerrada en su propia soledad.
El historiador Arthur Schlesinger, amigo de la familia, la presentó como una boquifloja en Historic Conversations on Life whith John F. Kennedy . Allí reveló seis horas de charlas íntimas con Jackie, donde expresó sin cortapisas sus opiniones. Charles de Gaulle, presidente francés, era un “ególatra”; Martin Luther King, líder negro, “un fraude” por sus amoríos con otras mujeres; Indira Gandhi, Primera Ministra India, “una mandona amargada y una mujer horrible”. The final year of Jack with Jackie , del escritor Christopher Andersen la exhibió como una adicta a las anfetaminas. David Heyman aireó el amor prohibido con su cuñado Robert; otros –un tanto inverosímiles– la ligaron con el actor William Holden y metida en un rollo italiano con Gianni Agnelli, fundador de la Fiat.
Nadie sabrá nunca la verdad. Un extraño tumor de los ganglios linfáticos la devoró por dentro y la acabó en menos de cinco meses. Consciente de su condena firmó un living will , documento médico en el cual pedía que cuando su caso fuera incurable, la enviaron a la casa para morir en paz y con dignidad.
Así fue. El 19 de mayo de 1994 Jacqueline Kennedy se apagó como una vela en la noche y una luz hechizó el reino de Camelot, para nunca más volver.