Peter Brook –codirector de Battlefield– escribió que el acto teatral surge cuando convergen un espacio vacío, alguien que lo atraviesa (intérprete) y alguien más que observa (espectador). Estas instancias conforman la trinidad innegociable del arte dramático. Por ello, seremos consecuentes con dicha premisa a fin de ponderar todo lo que vimos, el 19 de octubre, sobre el escenario del Teatro Nacional.
La velada arrancó con un entremés al que volveremos luego. Lo primordial –el espectáculo de fondo– resultó una propuesta no muy grata si se esperaba al explosivo y recargado Brook de Marat/Sade. Sin embargo, fue un regalo feliz para quienes entienden la representación escénica como un juego –similar al de los infantes– en el cual la imaginación es capaz de fabricar mundos donde antes no había nada.
En este montaje, los “ganadores” y “perdedores” de una guerra fratricida se reúnen a pensar lo acontecido. Diálogos, parábolas y fábulas se convierten en estrategias pedagógicas para superar el trauma. Sanar el tejido social tarda años, pero el tiempo es una ilusión sin importancia al lado de la meta trazada.
Battlefield es teatro de lo mínimo. Su consciente repudio a la ostentación de recursos se basa en el objetivo de eliminar lo que distraiga al público del asunto principal. En este caso, nos referimos a la idea del sujeto que se esfuerza, a lo largo de su vida, por instalar la paz adentro de sí: solo el perdón definitivo constituye el verdadero cierre de cualquier conflicto bélico.
El elenco acciona desde la economía del movimiento y el énfasis en el trabajo vocal. Los personajes enuncian sus parlamentos con solemnidad pues saben que, entre las palabras, descansa la sabiduría. Los actores interpretan, con brillante sencillez, a dioses, animales y humanos. Basta un gesto, una frase o un ajuste de vestuario para que un personaje se transforme en otro.
La audiencia acepta y disfruta la convención porque es clara y, en especial, porque reconoce la capacidad del espectador para imaginar eso que no está materializado en la escena. Esa es, además de su tema, la fortaleza de Battlefield: otorgarle al público la libertad de “ser” espectáculo y de reafirmarse como parte fundamental de la trinidad innegociable del teatro.
Brook –el viejo sabio con aroma a tablado– no pierde su tiempo en banalidades. Él y Marie-Hélène Estienne nos regalan una obra descargada de la parafernalia que tanto gusta a nuestra época. Lo único lamentable es que la velada no pudiera circunscribirse a esta experiencia ya que los actos protocolarios –previos a la función– fueron un ejemplo de teatralidad prescindible.
Una tropa de políticos y funcionarios (eximo al embajador francés) se apoderó del proscenio para hacer propaganda y adularse mutuamente. Por supuesto, ningún artista en activo fue invitado a hablar o a posar –sonriente y satisfecho– para la posteridad. ¿La moraleja? Hay que sacar a los políticos y sus adláteres de los escenarios pues allí parecen figurantes tiesos, demagógicos y carentes de substancia. Pésimos actores, sin duda.
La teatralidad de Battlefield convoca a la inteligencia. La otra, la ahuyenta.
FICHA ARTÍSTICA
Dirección: Peter Brook y Marie-Hélène Estienne
Dramaturgia: Peter Brook y Marie-Hélène Estienne basados en el Mahabharata y el texto dramático homónimo de Jean-Claude Carrière
Actuación: Karen Aldridge, Edwin Lee Gibson, Jared McNeil, Sean O'Callaghan
Música: Toshi Tsuchitori
Vestuario: Oria Pupo
Dirección de escena: Thomas Becelewski
Gerente de la compañía: Adeline Vicart
Producción: C.I.C.T – Théâtre des Bouffes du Nord
Traducción de la obra al español: Gerardo Bolaños González
Espacio: Teatro Nacional
Fecha: 19 de octubre de 2017