Cae la tarde y llueve a cántaros. El diseño acústico de la sala cede ante los elementos: el aguacero escandaloso se filtra por cada grieta y, de paso, se convierte en signo escénico inesperado. Me puedo imaginar a los integrantes del elenco, entre bastidores, implorándole una tregua a un cielo que les responde con más lluvia.
No hay amplificación. Los intérpretes se defienden con lo que tienen. La energía no escasea. Los diálogos fluyen bien. No en balde, algunos de los más destacados actores jóvenes del país están, ahora mismo, en escena. Incluso, un personaje menciona la lluvia y así el polizón sonoro se vuelve invitado legítimo del espectáculo. ¡Los histriones y el sentido de la oportunidad son inseparables!
La premisa es sugestiva: ¿qué sucedería si el destino nos dejara negociar con él la mejor vida posible? Pues sería genial si el destino no tuviera un humor retorcido. Con este punto de partida y un trasfondo homoerótico, la mesa está lista para degustar un montaje transgresor, de esos que sonrojan a la gente de buenas costumbres y nos maravillan a los demás.
De hecho, el proyecto podría brillar, si no fuera por un enorme error de cálculo. Los actores no dan la talla a la hora de cantar. En realidad, sí la dan, pero al momento la pierden, luego la recuperan para perderla de nuevo; y así, canción tras canción. Uno observa el honesto empeño de suplir con emotividad lo que la técnica no alcanza, pero el resultado es una seguidilla de notas indecisas lanzadas al aire.
Por un instante, pensé que esa dinámica era intencional. La ruptura de la cuarta pared y la insistencia en subrayar el carácter ficticio de la representación eran indicios de un espectáculo que ponía en crisis sus propias convenciones. Quizás el abordaje “sucio” del canto fuera una hipótesis de trabajo para evidenciar lo arbitrario que es el género musical cuando “obliga” a sus personajes a canturrear soliloquios y diálogos.
Después del tercer tema comencé a sospechar que era yo quien andaba perdido. Los segmentos incomprensibles por el manejo inadecuado de la dicción y los frágiles sostenutos eran prueba contundente de mi falsa expectativa.
Además, al no existir amplificación para los cantantes, el piano atropelló las letras y los duetos se transformaron en competencia y no en complemento armónico de voces.
Con la incómoda certeza a cuestas, el resto de la velada consistió en apreciar el desarrollo de la trama, la plástica escénica o las búsquedas actorales. Sin embargo, poco puedo señalar de estos ámbitos si su eje articulador –es decir, la capa musical– estaba comprometido. Eso fue una lástima porque las canciones de El cabaret de los hombres perdidos son verdaderas joyas.
Aunque reconozco el coraje del grupo Arte Insomne para asumir este desafío, no podemos ignorar que el nivel de la comedia musical –hecha en Costa Rica– va en alzada. Si se pierde de vista este fenómeno, cualquier esfuerzo que vaya en esa dirección, sin los atestados necesarios, difícilmente trascenderá. En ese contexto, la calidad es menester.
FICHA ARTÍSTICA
Dirección y adaptación: Allan Fabricio Pérez
Dramaturgia: Christian Simeón
Composición musical: Patrick Laviosa
Asistente de dirección: Carlos Villalobos
Actuación: Leonardo Sandoval (Destino), Javier Montenegro (Dicky), Melvin Jiménez (Lullaby), Allan Fabricio Pérez (Barman)
Arreglos musicales y piano: Rodrigo Oviedo
Tramoya: Lenin Quesada
Técnicos en cabina: Ivonne Rosales, Alejandro Flores
Vestuario y diseño gráfico: Arte Insomne
Apoyo coreográfico: Shirley Benavides
Luces: Shirley Benavides, Arte Insomne
Fotografía: Cukoo Koo Photography, Leo Sandoval, Pablo Molina, Oscar Rodríguez
Producción: Mónica González, Karla Barquero, Lenin Quesada, Shirley Benavides, ,
Coproducción: Teatro Universitario – Arte Insomne
Espacio: Teatro de Bellas Artes - UCR
Fecha: 28 de mayo de 2017