Tom, Cris y Mateo se extravían en lo profundo de un bosque. Buscan una salida, mientras procuran dar con el paradero de Kevin, un compinche que se separó del grupo sin dejar rastro. Al principio, el trío se toma las cosas a la ligera, pero la tensión se incrementa con el paso de las horas. El miedo, el hambre y el estrés detonan las emociones más conflictivas de estos veinteañeros.
El desarrollo de la trama nos invita a seguir a los amigos en su aventura y, como resultado de lo anterior, nos permite conocer sus temperamentos. Así vamos armando el rompecabezas de sus personalidades. Cada uno de ellos vive la contradicción de sentirse obligado a encarnar una masculinidad tradicional, mientras que en el fondo sus sentimientos van por caminos diferentes.
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La historia avanza a partir de escenas entrelazadas por soliloquios. En estos últimos, los jóvenes ofrecen información sobre el vínculo con sus otros compañeros y, en particular, sobre Kevin. De él sabemos que es un líder y, para sus amigos, todo un modelo de lo que un hombre debería ser: valiente, triunfador, agresivo y exitoso con las mujeres.
Dos aspectos del montaje limitaron los hallazgos de su planteamiento ideológico. En primer lugar, los personajes exhiben una excesiva inmadurez para su edad: hacen berrinche por cualquier cosa, toman decisiones irreflexivas y no se comportan a la altura de una situación crítica. Estas conductas no generan empatía de modo que uno termina distanciándose de sus conflictos.
En segundo lugar, el espectáculo arrastra un problema desde el libreto: los personajes no expresan claridad en sus objetivos dramáticos. En algunos momentos se esfuerzan por encontrar a Kevin, pero luego se sientan a esperar su regreso, como si fuera a aparecer por obra y gracia de la providencia. Esta flaqueza de propósitos hace que la narración no avance de manera decidida en ninguna de las dos direcciones.
En el plano formal, la puesta logró recrear atmósferas amenazantes con una adecuada combinación de luces y humo. Al contrario, la banda sonora no estuvo a la altura de la plástica escénica. Un vasto popurrí de canciones y pasajes de música incidental generaron imágenes auditivas sin carácter definido. La ecualización irregular de estos materiales también dio al traste con esta importante capa.
Por suerte, la obra remontó hacia el final. Un inesperado desenlace nos hizo entender que lo visto funcionaba como metáfora de la búsqueda de una identidad propia. Kevin era el arquetipo de una masculinidad idealizada y, por lo tanto, imposible. Los otros jóvenes eran víctimas indirectas de ese modelo, pero la noche en el bosque les permitió descubrir formas alternativas de vivenciar su condición de hombres.
Perdimos a Kevin es un montaje con margen para crecer. Acierta en su trasfondo temático, pero deja cabos sueltos en su diseño de personajes y en su estrategia dramatúrgica. Lo más valioso de la propuesta es su capacidad de cuestionar las variantes machistas de lo masculino. Para fortuna de todos, a muchos hombres de hoy no les interesa suscribir los odiosos "deberes" y "privilegios" asignados a su género.
FICHA ARTÍSTICA
Dirección, libreto, escenografía, iluminación y sonido: Allan Pérez
Producción y vestuario: Eugenia Fajardo, Sharon Alcázar
Elenco: Leonardo Sandoval, Fabricio Fernández, Benjamín Naranjo
Música: Francisco Cascante
Espacio: Teatro Vargas Calvo
Fecha: 2 de julio de 2016