No lo sé. Ahora, ya no sé de qué trata. Creo que existió un tiempo en que lo comprendí pero ya lo olvidé.
Mi confort, al no poder responder esa pregunta, lo encontraba cuando entrábamos a una soda y ordenábamos lo mismo sin ver el menú, o cuando al salir del trabajo lo veía estacionado, limpiando los anteojos, fumándose un cigarro.
No recuerdo qué día era, pero pasó por mí después de trabajar para llevarme a la casa. De camino me llevó a un lugar que le gustaba mucho, ese barrio que está cerca del Puente de los Incurables.
Recorrimos esas calles a una velocidad muy lenta; cuando pasábamos por una casa extraña se detenía, señalaba con el dedo lo que más le gustaba. Le parecía fascinante que esas casas estuvieran a un nivel más abajo que la calle. Viajar en el asiento izquierdo, con las ventanas abiertas, hablando, observando, de eso se trata esto, creo.
La última vez que lo vi estaba frío y pesado, los pies colgaban de la cama, estaba envuelto en una sabana, sin ropa, con la nariz aplastada contra el colchón.
Ya no estaba.
Cuando me acerqué lo abracé, le peiné la ceja que podía tocar, recordé que tenía pecas en la espalda, recordé las tantas veces que subí a esa espalda para escapar del fondo del mar que cuando era pequeña me asustaba.
Mientras lo abrazaba la lámpara de su mesa de noche se encendió, o tal vez ya estaba prendida. No importa, quiero creer que se encendió.
Espero que donde sea que me encuentre por el resto de mi vida, me siga encendiendo luces, solamente para poder observar.
Ahora, esto me parece un juego de PlayStation, en que la barra de vida se acaba cuando sea y porque sí, y lo único que puedo hacer es seguir jugando, literalmente jugar.
Pero todo me importa, y al mismo tiempo nada me importa. Todo duele, y al mismo tiempo todo alivia.
Ahora, tengo que aceptar que comer pollo frito con Coca Cola, nuestro platillo favorito, no será igual. Y no sé si lo que me preocupa es perder el amor por la grasa, si no que ese igual lo era todo.
Siempre he querido decir algo, pero nunca sé como.
He querido decir que mi papá me dio todas las palas que necesito para tapar los huecos en los que a veces caigo. Para amar incondicionalmente a las personas correctas.
Tal vez esto se trata de ver muy lento todo, de recordar caras, nombres.
De escuchar, caminar, ver películas que saquen lágrimas, de leer libros que a media página saquen un “amo esta mierda, amo los libros, amo esto”.
De comer helados. De estar donde sea que estemos, presentes. Su helado favorito era la vaca negra.
Ese 11 de abril, abrí la bolsa de basura que dejó sin sacar. Solo había chingas de cigarro, cáscaras de huevo, botellas de coca, un tarro de comida china, servilletas.
Recorrí cada metro de ese cuarto al que solo yo podía entrar.
Recordé un día que llovía mucho, y compramos pizza para llevar, y nos sentamos en el desayunador, y cenamos escuchando gotas caer desde el cielo, y la tele estaba encendida, y él estaba ahí, y olvidé decirle lo tremendamente feliz que me sentía.
De eso se trataba esto, para mí. Ahora ya no lo sé, y tendré que averiguarlo.
Mi papá no estaba muy viejo, pero era torpe, y a veces me llamaba sin querer. Yo contestaba pero no hablaba.
Tampoco colgaba. Lo escuchaba andar en su taxi, hablar con extraños, sacar monedas de su bolsa, toser, abrir las ventanas.
Luego le colgaba para poder recibir mensajes que decían cosas como: "¿Te llevan o paso por vos?"