Centro de Trovadores del Espectáculo. Ese es el nombre de la base de operaciones de los mariachis más mariachis de la capital.
La dirección es simple: junto al salón y restaurante Meylin, al costado este del parque de Plaza Víquez.
A la distancia, se les puede ver con uniforme blanco pulcro, como de anuncio de detergente. Otros visten de oscuro y se camuflan con la noche que ya cayó y hay quienes brillan con colores chillones.
La cuestión es que a todos se les identifica por su indumentaria, digna de un buen charro.
Mientras uno se abrocha las esclavas de su manga, otro se come una hamburguesa y dos “colegas” más esperan a que llegue el “chino” con
El viernes de este recorrido, el Mariachi Monterrey solo tiene anotadas cinco serenatas, por lo que tiene algunos minutos libres para descansar a media jornada. El número es bajo en comparación con otros días de fin de semana, en los que han llegado a dar hasta 15 serenatas.
Hoy, la jornada tiene previsto darle la vuelta a la capital desde cinco puntos distintos y en actividades de muy diferente naturaleza.
Aquella noche, entre los ocho integrantes del Monterrey y sus 32 años de historia “matando chivos”, nos colamos un fotógrafo y quien escribe estas líneas. Aunque la idea original era camuflarse entre los músicos y parecer parte del grupo, la misión pintó imposible.
Esta agrupación cuenta con un repertorio “incalculable” (según palabras de los mismos mariachis) y sus “ensayos” son los propios conciertos. Además, en el conjunto no sobra ni un solo traje... y sin un traje no hay un mariachi.
Haberse infiltrado entre ellos les habría estropeado la noche y el Mariachi Monterrey tiene una reputación que cuidar.
A las 7 p. m., el octeto lucha contra las presas de rigor del viernes. Si se llega tarde a una sola presentación, se desacomoda el resto del cronograma y hasta la vihuela sudaría el atraso.
Jorge Alberto Anchietta es el miembro de mayor edad y único integrante del mariachi desde sus orígenes.
Él encabeza el conjunto: es fundador, violinista y chofer. Todavía añora sus días en La Esmeralda, en San José. “Ese es el sueño de todo mariachi”, dice. Sentado al frente del microbús, maneja hasta San Rafael arriba de Desamparados, donde un marido contrató una serenata para la esposa, pues están cumpliendo 20 años de casados.
“Ahora sí”, dicen los músicos al llegar al lugar, cerca de las 7:30 p. m. Uno a uno, se bajan del vehículo, instrumento en mano, y se acomodan automáticamente en hilera, preparados para anunciar la entrada, no con bombos ni platillos, sino con trompetas y guitarrón.
“¿A dónde está ese muchacho?”, pregunta Anchietta a su hijo, quien telefonea desesperadamente al cliente.
“¡Ya llegó!”, dice otro. El cliente aparece bien emperifollado y les gira la instrucción de “toquen románticas”. ¡Ahora sí: a serenatear, mariachis!
Aquí falta una onomatopeya para imitar el ingreso del grupo, pero ya está sonando a buen volumen
Las canciones opacan el bullicio del televisor y enlazan a los esposos en un beso largo y un abrazo tendido. ¡Para eso son las serenatas!
Pasan casi 20 minutos y
A él también le corresponde animar a los oyentes. “Dependiendo de la actividad, hay que complacer con románticas o con otras más movidas, pero la intención del mariachi es permitir que siga la fiesta”, agrega.
La jornada debe seguir. Los mariachis se estrujan en el microbús gris modelo 99. Jorge Alberto suelta el violín y lo cambia por el volante del vehículo, que se convierte en todo un bólido musical.
Los atajos son su as bajo la manga. Ahora se enrumban al Colegio de Contadores y, aunque no está lejos, van tensos porque el cronómetro los está jalando del cuello.
Al llegar, afinan cuerdas, calientan gargantas y se colocan en fila india para, segundos después, apropiarse del salón.
Esta vez, la música es de festejo, aunque los asistentes tienen talante de velorio. La tarea de animarlos se anuncia difícil.
El charro vocalista se escurre entre las mesas del local con la intención de conquistar con su timbre entusiasta, pero aquello sigue igual. Ni
Aunque no es la primera vez que les toca lidiar con este tipo de reacción por parte del público, hasta en los funerales los han recibido con una sonrisa más grande.“Es muy común que nos contraten para tocarle a un difunto. Incluso, a veces, el fallecido ha dejado dicho cuáles canciones quiere que toquemos cerca del ataúd”, cuenta uno de los Anchietta.
De sus anécdotas memorables, todos recuerdan la serenata maratónica de 12 horas que dieron cuando una familia doliente prefirió hacer una gran fiesta en vez de un triste velorio.
Mas esa anécdota no es la más curiosa. Todos coinciden en que nunca olvidarán la petición de un cliente: les pagó para que le dieran “una serenata personalizada” a cada uno de los potros de su caballeriza.
Otra vez, un cliente muy desprendido les dio $100 por interpretar una sola canción, cuando el valor de una serenata completa se acerca a esa cifra.
Una vez más, el grupo completo está dentro del microbús que le sirve de carruaje para moverse entre serenatas.
Todos se suben al sonar del chiflido del líder, ahora con destino al salón de fiestas Villa Alegre, en Calle Blancos.
Una pareja celebra sus últimos días de soltería y para eso nada mejor que un mariachi. “Tenemos
“Tocamos
Brillan las luces y los coros improvisados se unen al ameno jolgorio. En cuestión de 20 minutos, el mariachi va de salida y todavía queda otro
El teléfono celular de Daniel Anchietta (el del guitarrón) no deja de sonar. Él es la agenda andante, pues guarda en su cabeza las peticiones de serenatas para fechas venideras.
El reloj se acerca a las 10 p.m. y los músicos siguen sin cenar.
La noche es joven y ya habrá tiempo para la comida. “Esto es como los bomberos”, dice uno de los del violín, “en cualquier momento nos llaman y tenemos que salir en carrera. La gente siempre espera que llegue el mariachi”.