No podíamos cruzar la calle. No podíamos creer lo que veíamos. No parecía terminar nunca. Era junio, estábamos en Chicago y (estando allí cualquier otra opción habría sido pecado) veníamos del teatro. Y no podíamos cruzar la calle, la amplísima avenida. Minutos interminables de ciclistas de diversas contexturas, edades y colores, nos separaban del hotel, desnudos y calzados, desnudos y maquillados, desnudos y cubiertos por gorros, cascos, rótulos, pelucas, antifaces, o rematadamente desvestidos. Recuerdo a varios ancianos, a una gorda matona y triunfante, desdibujando los contornos de su sufrida montura con la desmesura de sus carnes. Recuerdo que casi no vi los rostros de los jinetes: mis ojos boquiabiertos (ay, déjenme adjetivar como yo quiera) no se soltaban de aquel angustioso desfile de escrotos mártires que literalmente se molían contra los ínfimos asientos triangulares de sus metálicos corceles.
Cómo hacían.
Cuando nos repusimos un poco de nuestro turístico estupor, averiguamos que el objeto de tan rudo ejercicio de la libertad colectiva respondía al deseo de combatir el consumo desenfrenado de petróleo (bueno, a qué mentir: a mí se me vinieron a la cabeza cualquier cantidad de cosas, menos el petróleo), reclamando por energía limpia y, de paso, luchando contra los estereotipos, defendiendo el derecho que tenemos todos a ser considerados bellos, seamos, o para nada, modelos de pasarela. Así que, para muestra, un botón. Un diluvio.
Confieso que lo encontré simpatiquísimo. Más que contra el petróleo y para reivindicar a la aplastante mayoría que conformamos los imperfectos, no pude dejar de ver en la hoy ya tradicional procesión de traseros, una brava reacción a un puritanismo intenso.
Disiento en una cosa, y lo lamento: no todos somos bellos. El asunto no es tan democrático, y que me disculpen los gordos. La naturaleza nos programa para sentir atracción por la simetría de los rasgos y por una figura espigada (que evidencian salud), predisponiéndonos a aparearnos y reproducirnos exitosamente con los individuos adecuados. Podría abundar en detalles, como la estatura ideal de los hombres o la cintura de las mujeres y algunas otras características de magnetismo universal y clásico, mas no viene al caso. Pero en edad de fecundidad o no, lo cierto es que gordura y sobrepeso nos hacen propensos a la enfermedad. Intentemos ser bellos no por perfectos, sino por sanos. Comamos bien, comamos rico y, estacionaria o aventurera, andemos en bicicleta. Vestidos o desnudos.