Hace tiempo la tengo merodeando en la cabeza pero no hago más que esquivarla, como si no fuese conmigo, como si yo ya hubiese decidido, sin temor a duda, que no tiene sentido escribirla; mucho menos enviarla. Pero decime: ¿quién va por la vida libre de incertidumbre?, ¿quién se le para de frente al reflejo y se dice a sí mismo que no se arrepiente de nada y que ya lo resolvió todo?
Quisiera que supieras que aunque (¿todavía?) no existís, te pienso con relativa frecuencia; como si las réplicas del terremoto del 91 todavía me alcanzaran, de cuando en cuando, justo antes de dormir. Fue un año peculiar, ¿sabés? Una tarde cualquiera, como aquella en que la tierra hizo una melcocha con los rieles del tren, el cielo se desplomó de golpe y al lado oscuro de la Luna le brotaron llamas. Recuerdo a mi gata maullando mientras daba vueltas sobre el césped. Y recuerdo aquella sensación de diminutez en el pecho: no somos nada.
Vos en cambio, lo serías todo. Lo tengo clarísimo. Aunque ni siquiera sepa tu nombre. Clara, por otro lado, era el nombre de tu tercera probable madre. Verás: cuando uno es niño, inocente e iluso (antes nos dábamos ese lujo), se enamora y piensa “¿y si esa es la mamá de mis hijos?”. Luciana fue la primera. Yo tenía 5 y nadie me había explicado que la macha de ojos color Caribe estaba fuera de mi rango. La vi un solo día de mi vida: me pidió mi juego electrónico prestado y yo terminé regalándoselo. No sabía ni escribir y ya sentaba un mal precedente como pareja y padre. Quizá por eso me descartó Luciana. Quizá por eso, 30 años después, no me recuerda ella a mí, la recuerdo yo a ella.
A los 8 conocí a Marisol. Ahora sabía que una tarde no bastaba para enamorar a una mujer, así que la perseguí (con la vista) dos años enteros. No fui capaz de hablarle, no llegué a decirle que su mirada insólita, despierta y jubilosa, todo lo llenaba de vida. Que estaba oficialmente contemplada para ser tu madre. Que la hubiera esperado tantos años como hubiese hecho falta. Nada le dije, no fui capaz. Quizá por eso me descartó Marisol, o quizá nunca llegó siquiera a contemplarme.
Entonces sí: llegamos a los 11, al 91, el año aquel de súbitas tinieblas y truenos subterráneos. Llegamos a Clara. Faltan solo 30 segundos para la medianoche del 31 de diciembre y mientras los adultos bailan, conversan y beben, ella espera, sentada, al otro lado de la terraza. Horas antes, pequeños globos de papel cargaban fuego por los cielos y yo les hacía espejo con las pupilas, embelesado, convencido de que nada podía ser tan desconcertante. Horas después los globos, frente a Clara, son un pálido recuerdo. Quizá no será tu madre, pero sí que será mi primer beso.
De fondo suena el conteo en Radio Reloj. Nadie repara en nosotros, el ambiente es todo magia, todo emoción. Y yo, insignificante en valor, me quedo helado. Pasarán tres años antes de que sea ella, quien hable conmigo. No fue Clara mi primer beso, pero debió. Pasa que en la vida, no hay premios de consolación. Ya lo irás viendo. Tampoco fue Clara tu madre. Quizá hoy, 25 años después, es madre de alguien más. Quizá no pierde el sueño con cartas pendientes, porque ella sí tiene a quien leerlas. Por lo pronto, yo todo lo que tengo es la necesidad de escribirlas.