La Habana es durante el verano un horno que solo encuentra equilibrio en el oasis de un cuarto con el aire acondicionado funcionando en su potencia máxima.
Van a ser las nueve de la mañana y el sol ya ataca con furia. Piense que está tirado en una playa, con la ropa puesta, a las dos o tres de la tarde de un día de la Semana Santa. Se siente igual.
El mar, a pocos metros del edificio de la embajada de Estados Unidos, luce en calma y no corre brisa.
Dentro de un rato izarán aquí la bandera estadounidense retirada el 4 de enero en 1961. Se trata, dicen, de una fecha histórica.
En la edificación se lee ya, en letras doradas, Embassy of the United States of America . Las colocaron en la madrugada, cuando casi toda La Habana dormía y son hasta ahora la señal más visible de un cambio que empezó con palabras el 17 de diciembre del 2014.
La embajada ocupa un edificio engañoso, un cubo de seis pisos de apariencia moderna que luce como recién construido aunque tiene 64 años. Es un ave rara y monótona en medio de construcciones coloridas de balcones abiertos al océano. Da la impresión de haber sido trasplantado de algún complejo de oficinas de Dallas con todo y las palmeras que se alzan el frente y a los lados. Fotos antiguas permiten verlo libre de la reja que ahora lo encierra y lo separa del mundo habanero. Es imponente pero frío y le falta el atractivo que sí tienen construcciones vecinas.
El Gobierno cubano lo llamaba un nido de espías en el corazón de la ciudad. Mientras no tenía el rango de embajada se le consideraba territorio suizo o “neutral”, por obra de los eufemismos diplomáticos.
Puro secreto
Hasta la noche anterior, la del jueves 13, ninguna de las personas con las que hablé sabía con seguridad a qué hora empezaría el acto que tendría como protagonistas al sol bravo del Caribe, a John Kerry y a una bandera que, curiosamente, se ve muchísimo en esta capital. Cuelga de tendederos sobre los callejones junto a la ropa de diario, viaja en el espejo retrovisor de carros antiguos o adopta las formas de una negra embutida en trajes de una pieza con estrellas y barras estampadas.
El secretismo en torno a la hora del acto no es extraño en Cuba y menos tratándose de la primera visita de un secretario de Estado del antiguo enemigo en 70 años.
Algunas personas suponían que comenzaría cerca de las nueve de la mañana para hacerlo coincidir con la hora en la que, un mes atrás, había sido colocada la bandera cubana en una mansión de Washington. Pero eran solo eso, suposiciones.
En esta época del año la capital de la isla hierve también de turistas, que han ido subiendo en número desde diciembre del año pasado cuando Cuba y Estados Unidos anunciaron que reabrirían sus embajadas.
Recorren curiosos La Habana Vieja en grupos grandes o en expediciones solitarias; en la plaza de la catedral les pagan a unas negras enormes –vestidas de blanco y con un puro en la boca– para que les tiren el tarot en un país donde intentar leer el futuro es una aventura complicada, incluso, para el adivino más hábil.
Otros visitantes llenan las casonas de la restaurada Plaza Vieja, convertidas ahora en refrigeradores, donde se ofrece el aire acondicionado como un atractivo más. El próximo paso será incluir ese lujo en el menú.
La temperatura llega sin esfuerzo a los 30 grados empezando el día y alcanza su punto máximo después de las dos de la tarde, cuando nadie siente ganas de ver un termómetro. Es cuando se ve menos gente en la calle porque casi todos buscan el alivio de las casas cerradas.
La frescura aparece y, por momentos, a eso de las siete de la noche, cuando todavía queda una hora de luz. Un mojito recién puesto en la mesa, una Cristal o una Bucanero escarchadas ayudan a levantar el ánimo de aquellos poco habituados a temperaturas tan poco amistosas.
Los vendedores de sombreros de palma quizás no conozcan una mejor época que esta. Los dan en cinco “cucs” (esa moneda que solo existe en Cuba) y quien se queda con uno difícilmente se lo quitará durante el resto del viaje. El sol lo transforma en un objeto de primera necesidad.
Corre corre
El acto en la embajada estadounidense ha llamado la atención de muchos turistas.
Hay cubanos en los grupos que rodean el edificio, atraídos por un movimiento insólito en torno a aquella mole de vidrios polarizados desde donde es posible ver sin ser visto.
En ese detalle la edificación iguala a algunos hombres que esperan mezclados entre la pequeña multitud. Son agentes de seguridad mal disfrazados de civiles a los que delata la musculatura y la actitud nerviosa con la que ven hacia un lado y hacia el otro. La misma ansiedad demuestran otros ubicados en los balcones próximos al lugar donde está la embajada.
El día anterior al 14 de agosto empezaron a verse banderas cubanas de varios metros colgadas de cabeza cerca de esa sede diplomática. Algunas calles habían sido arregladas, bañados los monumentos cercanos.
“El papa y Kerry deberían ser los ministros de Construcción, Urbanismo y carreteras”, bromea un amigo cubano.
En el bosque de astas sembrado en el 2006 por el Gobierno frente a la embajada había aquel jueves una sola insignia nacional de Cuba. Este lugar fue el favorito de Fidel Castro para las insignia contra Estados Unidos. La guerra iba y venía. Cuando en el último piso del edificio encendían letreros luminosos con frases de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Cuba respondía subiendo un centenar de banderas negras en las astas para entorpecer la lectura.
Pero eso era antes. Ahora la batalla en la embajada es contra el tiempo para tener en su sitio las sillas de los invitados, el sonido, el podio para Kerry.
Tele salvador
Y un día después allí estamos, turistas y locales, tratando de conquistar cualquier espacio sin sol. Se vale todo, incluso sentarse en el asfalto para aprovechar las sombras proyectada por los demás, como hace un hombre flaco que luce tatuados en la espalda a un Che Guevara solemne y a una sonriente Betty Boop. Cerca de él llama la atención el diálogo alegre de una mujer mayor con una joven.
La primera tiene puesto en la cabeza un paño blanco que le cubre hasta la nuca. La frente le brilla por el sudor y se ve incómoda.
La otra sostiene un abanico lila en la mano derecha y con la izquierda manipula un celular. Lo mueve de un lado al otro, como buscando señal. Tiene sintonizada la televisión cubana para ver en la pantalla minúscula lo que ocurre al otro lado de la calle, donde se cierra, de manera simbólica, un paréntesis de medio siglo.
Me acerco con discreción a ambas para conseguir mi ración de novedades. Había pensado un día antes que los parlantes colocados en el triste jardín de la embajada lanzarían hacia el público el discurso de Kerry a volumen alto, pero no. El sonido perceptible se limita al jardín del edificio donde está el asta aún vacía.
La mujer joven se acerca el teléfono a la cara, la mayor pone una mano a manera de parasol para impedir que el reflejo del sol ciegue la pantalla.
Lo hace mientras amenaza con irse y dejar sola a la joven. Está harta del infierno en el que se metió, se pasa por la cara el paño para entrapar el sudor y sigue quejándose.
Desde mi discreta posición en segunda fila distingo muy poco en aquel televisorcito ajeno. Percibo unas imágenes –no sabría decir si en color o en blanco y negro – con una calidad tan baja como la de las tomas del descenso del hombre en la Luna.
Y, bueno, no estamos ante un alunizaje, pero sí presenciamos el “habanizaje” de los estadounidenses, que no deja de ser otro paso grande.
Ocurre de pronto algo destacado porque la mujer del paño pide silencio. Kerry ha empezado a hablar en español.
“Los Estados Unidos acogen con beneplácito este nuevo comienzo de su relación con el pueblo y el Gobierno de Cuba. Sabemos que el camino hacia unas relaciones plenamente normales es largo, pero es precisamente por ello que tenemos que empezar en este mismo instante” .
El Secretario de Estado pronuncia dos frases más en el mismo idioma antes de volver al inglés y la mujer del paño suelta una ocurrencia:
–¡Él cogió un cursito pequeeeño! , dice muy seria, como si estuviera decepcionada por tener que oír de nuevo la voz de la traductora.
Antes, otros cubanos habían hecho ver, entre sorprendidos y conmovidos, que el enviado de Obama se asaría dentro de aquel traje “negro” (en realidad era azul) elegido para viajar a un sitio donde en agosto se combate al fuego con pantalonetas y camisetas de tirantes.
En puntas
Kerry habla durante diecisiete minutos y medio. La mujer que acompaña a la joven va diciendo “¡bueeeeeeno!” conforme el secretario se extiende en la lectura. No son muestras de aprobación sino de impaciencia y las lanza cuando cree que Kerry terminará y lo oye seguir. Ya no da más.
El sonido de un redoblante anuncia de golpe que algo importante está en camino y el calor pasa a un segundo plano por un instante. Los más bajos del grupo hacemos equilibrio sobre las puntas de los pies, como bailarines de ballet, intentando ver algo. Imposible.
Los brazos de quienes desean recoger el momento en fotos o en video forman un muro difícil de vencer. Alguien se coloca en los hombros a un niño rubio, extranjero, que, con certeza, no entiende qué hace allí, oyendo a un señor de pelo blanco hablar de misiles, de líderes rusos, de una Bahía de Cochinos.
El redoblante sigue sonando. Pasan treinta y siete segundos y las barras y las estrellas llegan a la cima del asta. Suena el himno.
En el grupo donde he esperado desde hace una hora algunas personas aplauden. Unas gritan “ ¡yu es ei, yu es ei! ”, otras responden “ ¡Cuba, Cuba, Cuba! ”.
Las mujeres del tele en el celular se ven satisfechas y la mayor respira aliviada. Ya puede irse.
Los curiosos empiezan a dispersarse. Algunos echan una última mirada a aquella bandera clavada e inmóvil. Nada de brisa.
Me separan siete cuadras del hotel y sé que pesarán el doble bajo el sol bárbaro de las diez de la mañana. La avenida del malecón, cerrada a los carros particulares, está desierta. En una acera un perro amarillo descansa echado en la sombra rectangular que da una señal de tránsito.
Solo tienen autorización para utilizar la calle los carros de los diplomáticos que asistireron al acto en la embajada. Pasan dos –identificables por las banderitas– y tras estos tres bellezas estadounidenses de los años 50 que harían babear al coleccionista más exigente. Antes de iniciar su discurso Kerry había llamado “mi transporte” a esas joyas roja, negra y celeste estacionadas cerca del malecón.
Más adelante me encuentro a un anciano. Lleva puesta una gorra de béisbol con la bandera cubana bordada al frente. Me pregunta si ya terminó todo.
– Sí , le digo. Y es mejor esconderse, hace mucho calor para andar en la calle...
–¿Tú sabes qué es lo mejor que se puede hacer en estos casos? , me pregunta, y se responde de inmediato:
–Hay que meterse en una habitación con aire acondicionado y un par de cervezas bien frías, ¡ñó!