Hay que correr, hay que avanzar. Nos arrastramos por el lodo, panza abajo, y un alambre de púas amenaza con herirnos. Está prohibido levantar la cabeza o la espalda. Casi de inmediato, nos metemos en un lago cuya profundidad se va incrementando a cada paso que damos, tanto que en determinado momento, parece más práctico nadar que caminar.
La batalla apenas empieza, pero ya estamos llenos de barro y completamente mojados. El corazón late veloz... nos sentimos en una película bélica ambientada en el Vietnam de los años 60.
Hay que correr, hay que avanzar; un frenazo en el camino podría devolver al cuerpo a su estado de confort sedentario; debemos darlo todo. Faltan 11 de los 12 kilómetros de la competencia.
Montañas de arena y trayectos con troncos y ramas quebradas marcan la ruta. De pronto, una pequeña fogata aparece en el camino. Es imperativo saltarla y parece sencillo, pero una de las corredoras recula con miedo.
–¡Vamos, vamos!, ¡usted puede! – le dicen otros atletas aficionados que vienen con ella.
Trata, toma impulso, pero nuevamente frena con miedo al sentir el calor de las brasas y el humo en su rostro.
–Tiene que brincar por el centro– dice el juez del obstáculo, persona designada por los organizadores de la carrera para cerciorarse de que todos los retos sean superados.
Finalmente, la participante se anima y da el salto sobre el fuego. Del otro lado, sus compañeros la aplauden y la motivan.
En total, somos 600 competidores los que el sábado 10 de agosto nos aventuramos a la conquista de La Batalla, la cuarta edición de una carrera de obstáculos desarrollada entre el Parque Laguna Doña Ana en Paraíso de Cartago y el Instituto Tecnológico de Costa Rica.
Guerreros
Muchos corredores llegaron en grupo a La Batalla; querían disfrutar juntos sin preocuparse mucho por lograr un buen tiempo.
Algunos incluso corren con cámaras fotográficas –acondicionadas para deportes extremos– y se adelantan para ubicarse en un buen punto y esperar a que pasen sus amigos, para así hacerles una buenas fotos. Los capturados por el lente perfilan posiciones de guerreros o hacen payasadas, tratando de esquivar el cansancio con buen humor.
Otros participantes, por el contrario, dejan salir su “macho alfa interno” y asimilan la carrera como si fueran Rambo o Conan el Bárbaro; rechazan la ayuda que se les ofrece y ponen cara de indestructibles.
No hay distinción de género: corren tanto hombres como mujeres, y todos –al menos en apariencia– tienen buena condición física; tal parece que hacen deporte regularmente.
Son pocas las personas mayores de 50 años que se ven; esto, en contraste con lo que sucede en las carreras pedestres de los fines de semana, a las cuales llega gente de todo tipo.
Uno de los objetivos de La Batalla es brindarles a los deportistas aficionados una alternativa a esas típicas carreras, que a veces se tornan aburridas.
Empinado reto
La Batalla es un desafío extremo, explica Diego Obando, representante de Más Deporte, la productora de la actividad. Obando añade que el fin es llevar al ser humano a sus raíces, a su estado natural en competencia con la selva tropical.
Para vencer a la madre naturaleza, el ser humano debe aliarse. Ese es uno de los pilares de la carrera: trabajar en equipo.
La solidaridad y la buena voluntad fueron la esencia de La Batalla: todos los competidores se cuidaban y ayudaban entre sí, conocidos y desconocidos.
Escalar fue el reto más duro. Dos vagonetas estorban en el camino; hay que treparlas y luego lanzarse al suelo –no pocos optan por esta medida – o, cuidadosamente, descender de ellas.
Otro reto consiste en subir por una cuerda hasta tocar una cinta de color naranja que está en la cúspide de esta, unos cuatro metros sobre el suelo.
Lo intento una vez, dos veces… pero ya para la tercera, mis manos arden y solo sostener la soga es una tortura.
Quienes no podemos cumplir el reto somos penalizados con el mandato de realizar 20 burpes (un ejercicio que combina sentadillas, lagartijas y saltos).
Los que sí pueden, gritan desde arriba: “Naranja”, el juez los observa y rápidamente les da el visto bueno, para que regresen a tierra y sigan su rumbo.
Hay que correr, hay que avanzar. Debemos cargar un pesado saco al hombro por unos 500 metros...
Falta poco para el final. Un muro de unos cinco metros es el nuevo desafío. Ya para este punto de La Batalla, se hace casi indispensable un buen samaritano.
Los competidores ayudan a alguien a pasar y luego piden ayuda para hacerlo ellos; asistir a otro antes de superar el obstáculo es una especie de peaje.
Queda aún sobrepasar un inflable de metro y medio de altura que impide –dada su textura– treparlo o saltarlo; nuevamente, es necesario el empujón de un aliado anónimo. Hay que correr, hay que avanzar.
El último obstáculo es similar al primero: arrastrarnos debajo de un alambre de púas, pero esta vez, más que lodo, lo que hay es un charco; el agua chocolatosa se mete por la boca y la nariz, ¡qué más da!, el sacrificio está a segundos de convertirse en un recuerdo de aventura.
Epílogo
Terminada la batalla, cada quien celebra a su manera. Unos brindan con cerveza, otros se toman fotos para luego publicarlas en Facebook... El festejo incluye abrazar a los hijos y familiares que esperan en la meta.
En la zona de hidratación (nunca un trozo de sandía ha tenido tal sabor a gloria), cada quien recuerda la carrera a su modo y todos comparan proezas y dificultad del desgastante recorrido. Es cuando La Batalla se convierte en victoria.