Son las 2:27 de la mañana del 30 de setiembre del 2014 y, en un pequeño cuarto iluminado con luces fluorescentes que le dan un aire triste, un hombre mira hacia una cámara de vigilancia.
Lleva pantalones color caqui, zapatillas negras y la barba a ras. Su mirada no es triste, necesariamente; o, al menos, no evidentemente triste. Es más como una máscara de resignación, una expresión construida de “acabemos con esto”, de caída en picada (e incapacidad de detener esa caída).
Sin duda, no es el rostro que uno asociaría con un campeón olímpico.
Una hora antes de que el hombre de 29 años fuera conducido en esposas hasta el pequeño cuarto iluminado con fluorescentes, sus manos eran libres y sujetaban el volante de un Range Rover blanco, mientras atravesaba el túnel Fort McHenry, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad estadounidense de Baltimore.
Su velocidad sobrepasaba la permitida por la ley.
Pronto, el hombre notó luces azules y rojas en su espejo retrovisor. Se detuvo, bajó la ventanilla y esperó, paciente, su destino.
Su destino llevaba uniforme azul. El oficial de policía que lo detuvo notó, en segundo lugar, sus ojos inyectados en sangre, su incapacidad para hablar con coherencia y fluidez, y su olor a alcohol. En primer lugar, el policía notó su rostro. Mejor dicho, reconoció su rostro.
“Uno en custodia. Detenido por manejar bajo la influencia del alcohol”, reportó el oficial a través de su radio. “Nombre: Michael Fred Phelps II”.
Pronto, el detenido será puesto bajo arresto y se le conducirá a la estación de policía, a un pequeño cuarto iluminado por luces fluorescentes. Allí, el nadador más condecorado de todos los tiempos se someterá a una prueba de alcoholemia que mostrará cuán intoxicado se encuentra.
Mientras espera los resultados, mirará hacia una cámara de vigilancia, su rostro una máscara de resignación.
Luego se volteará y bajará la mirada.
La primera gloria
Durante la última década –o un poco más–, Michael Phelps ha sido, junto al corredor jamaiquino Usain Bolt, la mayor atracción de los Juegos Olímpicos. Su desempeño, que a veces parece sobrenatural, revitalizó el deporte de la natación y lo volvió a situar al lado del atletismo como las dos competencias más llamativas de las justas universales.
Al mismo tiempo, Phelps se convirtió en un héroe nacional –aunque su legado y la admiración que se le profesa sobrepasa las fronteras de Estados Unidos–, en un ejemplo de los valores y la tenacidad que supuestamente empapan el sueño americano y el éxito de su país en casi todos los deportes.
Todo comenzó meses antes de las Olimpiadas de Atenas, en el 2004, cuando Phelps era todavía un anónimo guerrero de la pileta. Su entrenamiento era riguroso y su mente estaba fija en un objetivo dorado. Michael E. Ruane, periodista de The Washington Post , siguió a Phelps durante casi un año previo a los juegos y escribió al respecto: “Verlo entrenar era emocionante. Era competitivo, incansable y dominante. Atacaba el agua como un depredador persiguiendo su cena”.
Los preparativos dieron resultados. Los más óptimos resultados, de hecho: Phelps ganó seis medallas de oro y dominó la alberca de principio a fin. Sin embargo, su mayor victoria la cosechó fuera del agua.
Su paso por Atenas fue tan dominante que Phelps incluso se las había ingeniado para derrotar con facilidad a sus propios compañeros, en cuenta a Ian Crocker, otro nadador estadounidense que se había convertido en su mayor rival. Phelps le había ganado a Crocker su lugar en el equipo de relevos combinados, el evento más importante de natación durante los Juegos Olímpicos.
Cuenta The Washington Post que Phelps, entonces de 19 años, sabía que Crocker había estado batallando contra una dolencia en la garganta y que se sentía frustrado por no poder participar con el equipo.
Phelps le cedió su lugar. “Estaré en las graderías, apoyando tan fuerte como pueda”, dijo el nadador en aquel momento. “Vinimos a estos juegos como un equipo, y nos marcharemos como un equipo”. La noche siguiente, Crocker guió al equipo de natación de Estados Unidos a la cima del podio, consiguiendo de paso un récord mundial.
Phelps, por su parte, se convirtió en una súper estrella. En una celebridad.
Es necesario poner esto en contexto: es común que un futbolista de élite se convierta en una luminaria internacional. Incluso sucede, a menor escala, con profesionales de otros deportes, como el baloncesto, el fútbol americano, el béisbol y, en ciertas latitudes, el rugby. Pero los deportistas olímpicos no pasan por esto. Son pocos –poquísimos– los convocados al Olimpo de la popularidad.
Phelps no solo alcanzó esa cima: se adueñó de ella y se convirtió en el rostro de los Juegos a nivel mundial.
Caída, resurrección, caída
Pero no pasarían muchos meses antes de que Michael Phelps probara que, en efecto, su vida es una montaña rusa y que los altibajos serían, junto al triunfo en la piscina, la única constante.
En noviembre del mismo 2004, la Policía del estado de Maryland lo detuvo por conducir en estado alcohólico y por saltarse una señal de alto.
Una semana más tarde, Phelps llamó uno por uno a los periodistas deportivos que habían cubierto su paso por Atenas para leerles un comunicado: “La semana pasada, cometí un error. Subirse a un vehículo habiendo consumido alcohol es erróneo, peligroso e inaceptable. Tengo 19 años, pero me enseñaron que, no importa la edad, siempre hay que tomar responsabilidad por las acciones, cosa que haré. Lamento muchísimo lo que sucedió. Es todo lo que puedo decir por ahora”.
Eso fue todo. No hubo mayores noticias al respecto, y Phelps se refugió en la piscina. Los años venideros los dedicó a entrenar, entrenar, entrenar. Dominó el podio durante el Mundial de Natación del 2005 y el Campeonato Pan-Pacífico del 2006. Pero en su cabeza había, una vez más, un solo destino y un solo color: el Oro en Pekín 2008.
Cuando llegó el momento de hacer maletas y partir hacia Asia, Phelps estaba preparado. Si su actuación en Atenas había sido perfecta, los dioses tendrían que inventar un nuevo adjetivo para describir a Michael Phelps nadando en una piscina de China. Compitió en ocho eventos y ganó el oro en cada uno (rompió así el récord de más medallas en una sola competencia); en siete de ellos, cosechó también un récord mundial.
Al regresar a casa, su estatus como celebridad era mayor que nunca antes. El entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, lo llamó por teléfono personalmente para agradecer su servicio a su nación. En Baltimore, su hogar, se celebró un desfile multitudinario. Millones de personas le admiraban y aplaudían y reconocían; millones de dólares se depositaban a su cuenta por contratos publicitarios y patrocinios.
La vida era buena.
Pero la vida buena, así de buena, casi nunca perdura. Una vez más, solo tuvieron que pasar algunos meses para que su imagen fuera pisoteada por sus propias acciones. El 1° de febrero del 2009, una revista de chismes británica reportó que Phelps había consumido marihuana en una fiesta que se llevó a cabo en noviembre previo. El artículo iba acompañado por una fotografía de un hombre similar al nadador utilizando un bong para consumir la droga.
Al día siguiente, Michael una vez más aceptó las culpas. Admitió que había tenido un comportamiento inaceptable y que no volvería a ocurrir. La Federación Estadounidense de Natación le prohibió competir durante tres meses.
Durante ese periodo de inactividad, Phelps tuvo tiempo para pensar. Su futuro estaba en juego. ¿Seguiría nadando? ¿Seguiría manchando su imagen periódicamente? ¿Le importaba? ¿Le importaba algo, en realidad?
Un mes después, Phelps despertó en su hogar, cerca de la costa de Baltimore. Se asomó por la ventana y vio el agua. Supo, de inmediato, lo que quería hacer. Lo que tenía que hacer. Tomó su teléfono y llamó a Bob Bowman, su entrenador de toda su carrera, uno de las personas más cercanas en su vida. “Quiero nadar en Londres”, le dijo. “Quiero ser un líder, un modelo a seguir. Quiero demostrar que una persona puede aprender de sus errores. La pasión regresó”.
Aunque sus palabras tenía un tinte épico, el tiempo probó que no fueron del todo ciertas. En meses recientes, Phelps ha aparecido en varias entrevistas hablando sobre lo mal que se preparó para los Juegos Olímpicos del 2012, que se realizaron en la capital de Inglaterra. Cuenta que a veces aparecía para practicar, otras no. La constancia se había convertido, para Phelps, en un extraño país: un pasado distante.
Su relación con Bowman se tensó y se quebró en repetidas ocasiones. Su entrenador ha contado que apenas lograban tolerarse y que “nunca permitiré que otro atleta me trate como Michael me trató”.
Pero el talento de Phelps no se puede apagar con facilidad y, pese a todo, ganó otras cuatro medallas de oro. Su total histórico quedaba en 18 oros, 2 platas y 2 bronces. La noticia adornaba las páginas deportivas alrededor del orbe: Michael Phelps era el deportista olímpico más ganador de todos los tiempos.
Y entonces lo dejó.
Había tenido suficiente. Era hora de abandonar la piscina y seguir con otras cosas. No más entrenamiento, no más Bowman, no más brazadas.
Otra última vez
Phelps intentó dedicarse al póker. Intentó llevar una vida normal –normal para un multimillonario, en todo caso–, apegado a su familia. Pero había un vacío que solo podía llenar con agua. En agosto del 2013, un año después de Londres, Phelps cenó con Bowman y le pidió que lo entrenara para Río 2016.
Bowman se mostró receloso, pero al final accedió. Ambos retomaron el entrenamiento, hasta que un policía detuvo a Michael Phelps conduciendo bajo influencia del alcohol la madrugada del 30 de setiembre del 2014 y lo condujo a un cuarto iluminado con luces fluorescentes.
Su arresto fue la cresta de una ola de comportamiento errático que no había cambiado cuando regresó a los entrenamientos. Bowman ha dicho que incluso estuvo a punto de rendirse en muchas ocasiones.
Pero, para Phelps, aquel cuarto al que fue conducido con esposas en sus manos fue el punto de quiebre. Habiendo caído hasta el punto más bajo de su vida, pidió ayuda a sus amigos, su familia y su intermitente pareja, la modelo Nicole Johnson (con quien ahora tiene un hijo). Encontró fuerzas en la religión y decidió comprometerse a un programa de rehabilitación de 45 días. En el proceso, Phelps reparó su relación con su entrenador.
El 30 de junio de este año, exactos 21 meses después de ser detenido, Michael Phelps se clasificó a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016. Es el primer nadador hombre en clasificar a cinco olimpiadas representando a Estados Unidos. Competirá en tres eventos y tendrá la oportunidad de ampliar su histórico legado.
La montaña rusa, una vez más, se enrumba a la cima. Pero, ¿volverá a caer?