“Cada vez que voy a robar, le pido a Dios que me cuide de mis contrapartes”. Primero, Luis Andrés Acuña Orozco se persigna mentalmente y, sin meditarlo mucho, avanza en dirección al carro... otro carro más. Necesita una pizca de disimulo para no generar sospechas y
Gira la cabeza a ambos lados para vigilar su entorno, antes de sacarse las herramientas que lleva bajo el pantalón. Cuando es austero, le basta con portar una ganzúa –que no es más que un gancho metálico hechizo que le permite abrir una cerradura en un parpadeo–. Otras veces, carga lo que él llama “implementos deportivos” y aquí se incluyen un destornillador Phillips; otro, plano, y una bujía que utiliza para romper ventanas de manera silenciosa.
Ya está junto al carro y ahora solo tiene que patear una rueda para saber si la alarma es táctil. Si ningún sonido lo alerta, empuja su cuerpo un par de veces contra la puerta del carro, colando la ganzúa sin mayor esfuerzo entre el empaque y la ventana.
Le da vuelta a la muñeca hacia un lado sin soltar la herramienta, la gira una vez más en la otra dirección y, cuando siente que encontró lo que buscaba, ve levantarse el seguro de la puerta. El carro ya está abierto.
Así es como este hombre delgado y desgarbado recrea uno de sus tantos, tantísimos, robos efectuados.
Él mismo calcula que en su vida ha tachado, al menos, 2.000 carros desde que abrió el primero a los 11 años de edad. Era una
Hoy, después de años de experiencia, el hiperactivo Luis prefiere que lo llamen
A sus 38 años, dice que ya le llegó la hora de retirarse del oficio que le ha dado de comer y lo ha llevado a cárceles y celdas de casi todas las provincias del país. “Es que tengo ilusiones, quiero vivir un nuevo tipo de vida y hasta dejé de fumar
La primera entrevista con él se realizó un martes a plena luz del día, en una banca frente al Teatro Nacional. Desde el principio, Acuña dijo estar dispuesto a revelar todos los detalles que conoce sobre “la profesión” que ejerce, o que más bien ejercía. Esto, porque ya no quiere seguir robando más... aunque apenas cuatro días antes de esa primera entrevista había cometido su “última travesura”, como él las llama con una risa de culpabilidad.
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Después de 15 condenas cumplidas y de unas 15 detenciones más, aquel martes solo se negó a decir dónde acostumbraba a delinquir, pero no se guardó nada más en la conversación, que se extiende durante poco más de dos horas.
Su expediente en la Dirección General de Adaptación Social registra las sentencias que, en su mayoría, se relacionan con delitos contra la propiedad, como hurto menor, robo simple y robo agravado; aunque también acumula otras detenciones más por incumplimiento de medidas judiciales.
“Es que yo soy así de fábrica. ¿Qué culpa tuvo el lobo de ser lobo? ... No ve que hijo de tigre sale rayado”, replica sin ánimo de justificarse.
Lo dice porque su difunto padre era un intrépido carterista, y su madre, de 74 años, es vendedora informal en San José, pero nunca ha podido poner fin a su problema de alcoholismo. La infancia no lo trató bien, y
Por un tiempo, participó en hurtos con otros “colegas”.
En aquel momento, el
Más tarde, fue peón de una poderosa banda organizada de robo y extorsión, pero aquella aventura duró poco y la banda terminó desarticulada. Fue cuando
Allan Fonseca, subdirector del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), asegura que hay dos tipos de
“Ellos (los
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En los últimos años, el hurto por el método de
Por su parte,
En las celdas adquirió el conocimiento, según él, para abrir carros de mil y una maneras sin tener que dañar un llavín. Aprendió a hacer ganzúas con rayos de bicicleta o con paraguas, probó con las llaves maestras, supo cómo romper ventanas sin romper el silencio, y practicó a desprender el radio completo de un carro, llevándose “la carátula, el culo y la peineta” en tan solo segundos.
Aprendió a burlar alarmas y adquirió contactos para negociar con los
El negocio le gustó, y más al ver el dinero que podía pedir por un teléfono costoso, un iPhone o una computadora por la que él no había pagado nada... Mas
“Para mí, valía la pena abrir un carro cuando no tenía dinero para comprar un pan, pero desde la primera vez que robé, me di cuenta de que me gustaba lo que estaba haciendo.
”No todo se hace por el faltante económico. Yo iba alegre y con emoción desde que lo premeditaba... Me sentía bien cuando estaba robando dentro de un carro. Y sí hay un miedo intermitente, pero es más grande la satisfacción que genera. A veces era más por demostrarme a mí mismo que podía hacerlo (
”Luego sentí que mi nivel era muy alto como para abrir un carro en la calle y más
Otras veces,
“Otras veces, la gente ‘se pone’ para que le roben. Por atarantada, deja el carro abierto con cosas de valor, bolsas de dinero, DVD, cámaras... yo hasta me he encontrado maletines con ¢500.000 puestos sobre el asiento de un carro”.
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Sin embargo, no en todos los intentos se ha salido con la suya, y por eso su cuerpo registra incontables recuerdos (o “condecoraciones”, como las llama él) de las muchas veces que lo han encontrado con las manos en la masa.
“Mire, puedo tener casi 200 huecos en mi cuerpo”, agrega de forma hiperbólica, descubriéndose el torso que registra rastros de balas, cicatrices que parecen cremalleras y huesos desacomodados. “He recibido balas por todo lado –hasta en medio de los dos testículos–, me han dado palizas con tubos, bates de madera y de metal, alambres, cadenas y hasta ollas. Pero lo que no me mató me hizo más fuerte”.
Como consecuencia de los hallazgos
Después de rastrear a
“Me volví a portar mal, pero ya con esta es la última vez. No sabe cómo me dejaron...”, comenta para explicar cómo le quebraron la pierna. Sin embargo, no entra en detalles sobre unas marcas de balas que quedaron esa última vez en la pared frontal de su desvencijada casa. “Yo estoy pagando lo que he hecho en vida. Se han metido a robar a mi casa cuatro veces”, complementa
“Este muchacho es peor que un gato, no sé cómo sigue vivo. No hay un día que no lo golpeen”, comenta una vecina que pasa cerca de la conversación.
Ahora no puede caminar bien y por eso ha podido aprovechar los días de convalecencia para escribir más poemas y memorias en sus dos viejos cuadernos de notas.
En sus reiteradas visitas a La Reforma y a la cárcel de San Sebastián,
Poco a poco, compiló escritos que cobijó bajo el título:
Entre los textos, aparece uno que explica la historia de su famoso apodo del
“Yo ya llegué al límite del
Confiesa que, muy pocas veces, el ladrón ‘interioriza’ el daño que está haciendo al robar. No solo le da igual de quién es el carro, sino que además “desarrolla una tendencia innata a la indiferencia sentimental y no padece por el sufrimiento de los otros”.
”Yo ya me siento cansado de hacer tanto daño... uno