¿Que cuántos años tiene Pelusa? ¡Vaya Dios a saber! ¡Todos! Sus dueños la recibieron vieja: lenta, un poco distraída y para nada agresiva con los ratones de la casa de madera.
Haciendo cálculos, quizá Pelusa supere, con creces, los 10 años de edad. Un número bastante grande si se sabe que, en promedio, los gatos caseros bien cuidados viven unos 12 años. Los callejeros, a duras penas llegan a los cuatro, si no es que cayeron antes bajo las llantas de un carro.
Con esa cantidad de años encima, Pelusa es una anciana o, como diría el veterinario, es una “gata geriátrica”. Los signos físicos de la vejez la delatan: perdió interés en perseguir ratones, yiguirros y mariposas; pasa durmiendo el 95% del día; padece de insuficiencia cardíaca y respiratoria; sus patas traseras no le funcionan bien y, lo más difícil de todo, no controla sus esfínteres.
De todos, este último fue el signo que más llamó la atención de sus dueños porque comenzaron a ver pocitos de orines por todo lado, lo mismo que caquitas. Ahí fue cuando se percataron de que su gata está débil y no tiene fuerzas para hacer huecos para enterrar sus “gracias”.
Dice Mauricio Jiménez Soto, coordinador del Hospital de Especies Menores de la Universidad Nacional (UNA), que su consulta tiene una considerable cantidad de pacientes geriátricos. De los 500 animales que reciben mensualmente, entre el 30% y el 40% son viejos.
No es sino hasta hace relativamente poco que la consulta se les ha llenado con estas mascotas. “Le podría decir que es de hace unos cinco años para acá. La gente es más consciente del cuidado de los animales, los tiene en casa y esto les aumenta su expectativa de vida”, comenta el veterinario.
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Jiménez explica que, usualmente, los perros de raza pequeña ya son viejos a partir de los 9 años. Los de raza grande, mucho antes: a los 7 años. Los gatos de pelo largo –como Pelusa– viven, en promedio, un máximo de 10 años; y los de pelo corto, un poquito más: entre 11 y 12.
Sin embargo, mejoras en la atención médica como la vacunación, la alimentación y cambios en el estilo de vida (entre ellos, pasar a vivir dentro de las casas), son parte de las razones del aumento en la expectativa de vida de los animales.
Un perro en buenas condiciones de cuido bien puede llegar a vivir más de 15 años, lo mismo que un gato; estas son las dos mascotas preferidas.
Ya de viejos, los achaques de las mascotas son muy, pero muy similares a los de los adultos mayores humanos, solo que, por la corta expectativa de vida de los animales, la vejez les llega antes a las mascotas.
Igual que en una persona, ellos pierden movilidad, se ponen lentos y hasta huraños, su corazón se cansa, pierden capacidad para oír y ver, y la piel expresa –de distintas formas– que ya son viejitos.
Entre esos cambios está la aparición de canas. Perros y gatos, principalmente, las empiezan a mostrar en el bigote y en las patas. Es cierto que no se vuelven totalmente blancos, pero su pelaje cambia y hasta se arrala. La aparición de callos en la piel de codos, pecho y muslos es otro de los signos, así como la pérdida de masa muscular (se vuelven más delgados).
Su comportamiento también cambia. Como Pelusa, se hacen más dormilones, prefieren quedarse en casa antes que salir a pasear y se vuelven más sensibles a la presencia de la gente, llegando, incluso, a no soportar o reconocer ciertas presencias.
Transformaciones como estas son las que hacen que algunos abandonen a sus mascotas cuando estas más los necesitan.
“En una feria de adopción, teníamos a 16 mascotas geriátricas. Ninguna fue adoptada”, cuenta Débora Portilla, defensora de los derechos de los animales.
A pesar de todo, sí hay una gran diferencia con los humanos: mientras la gente acude más al médico, en el caso de las mascotas, muchos dueños dejan la visita para cuando puede ser demasiado tarde.
“Aquí llegan con dos semanas de diarrea o después de un mes de estar vomitando. Los dueños siempre tienen la excusa de que el ‘animal se cura solo’, ‘esperemos a ver qué pasa’, ‘los perros comen zacate’... Y esperan a que el perro, comiendo zacate, se cure de una fractura en una pata”, advierte el veterinario Miguel Ángel Mena, del hospital Albanta y dueño del Cementerio de Animales.
Todo esto lo deben saber quienes planean comprar un animal: su mascota durará, cuando mucho, 15 años, necesitará cuidados y envejecerá más rápido de lo que ellos imaginan.
Oso, el macho más fielOso es un perro maltés al que cuesta sacarle la edad. Parece joven y luce bastante saludable. En el lenguaje de los humanos, podríamos decir que es “un come años”. Pero no. Resulta que esta pequeña bola de pelos cumplirá 13 años en agosto próximo. Más de 90, en años “humanos”.
Desde que era un cachorro de seis meses de edad, está metido en la vida de Alejandra Chinchilla. “Llegó a mi vida en febrero del 2001, pero él nació el 9 de agosto del 2000, en Paraíso de Cartago. Yo estaba haciendo una transmisión en un criadero donde acababan de tener una cría de malteses. Todos eran bellos pero este perrito tenía un defecto: solo le bajó un testículo. Ahí estaba, ¡divino!, pero no se podía vender por ese defecto. Fue cuando el veterinario me dijo que si me gustaba me lo regalaba. ¡Nunca había tenido un perro en mi vida! Lo acepté y, desde entonces, me ha acompañado. Es el macho más fiel que he tenido”, recuerda Alejandra.
Han sido amigos inseparables. Cuando Alejandra tuvo que dejar su Naranjo natal para venir a San José a estudiar, ambos –cada uno a su manera– lloraron por esta separación. Oso la ha acompañado en todo: en cada ruptura amorosa, en cada dolor profundo, y en la presentación de Ernesto, el esposo de Alejandra, a quien Oso le dio el visto bueno desde el primer momento.
¿Qué es lo que hace a Oso un viejo maltés? “Con los años, su voz ya no es la misma: no ladra con la misma intensidad. Le han salido verruguitas en las patas, pero no se ha enfermado de algo grave. La última vez le hice exámenes completos salió super bien: su columna está bien, bien el azúcar. Oso es un perro muy sano. Otra cosa que hace ahora de viejo que hacía cuando era cachorro ¡es que llora! Con la lluvia, con el viento... ¡volvió a ser un bebé!”, cuenta su dueña.
El perro también se ha vuelto mucho más dormilón y tranquilo. “Le encanta ser abrazado: te vuelve a ver como diciendo “te amo”. Mis amigos de toda la vida siempre me preguntan por él: “y oso, ¿siempre está?”. Alejandra todavía les responde con un rotundo “¡sí!”
Llegó pichoncita a la casa del papá de Patricia Blanco, hace 35 años. Dicen que Lorita quedó desamparada cuando alguien mató a su mamá. Fue cuando el hermano de Patricia salió a su rescate y la trajo a casa.
Aquello sucedió en 1978. Desde entonces, los papás de Patricia la criaron a punta de leche y pedacitos de pan, y así fue como empezó a formar parte de esta familia.
“Mi papá falleció en 1997 y estaba el asunto de la lora; entonces decidimos que se quedaría con nosotros. Es una herencia de papá”, comenta Patricia.
A la casa de Santo Domingo, Lorita se trajo sus cantos, que ya no son tan frecuentes como en su época juvenil. Llama por sus nombres a los hijos de Patricia y, con el paso de los años, se ha convertido en una mascota más afectuosa.
“Es difícil decir qué es lo que la hace vieja. Pero, pensándolo bien, ahora permite que uno se le acerque más que antes. ¡Es muy cariñosa! A la hora que uno se acerca, busca más acurrucarse”, describe su dueña.
La verdad, más que mascota, Patricia ve a Lorita como un miembro más de la familia. El círculo se amplió con Perlita, una perra blanca que comparte con la lora su “edad geriátrica”.
También está un jovenzuelo de raza Golden, que hace de las suyas con la paciencia de las dos viejitas de la familia.
Dice Patricia que solo fijándose muy bien se pueden notar los cambios en la piel de patas y cuello. Treinta y cinco años no pasan en balde para un ave que, en promedio, vive alrededor de 40 (el promedio de vida depende del tipo de lora; las guacamayas, por ejemplo, llegan a vivir hasta 80 años).
Entre frutas, leche, queso y pan, Lorita ha crecido sana. El único accidente grave lo provocó una zarigüeya, hace unos tres años. Lorita estaba subida en un árbol y el otro animal la botó y le mordió un ala. Le quedó una marca de guerra: el ala torcida.
Quienes saben de loros dicen que en el mundo puede haber unas 300 especies. Cuanto más grande el ave, más larga su esperanza de vida.
Un periquito pequeño, bien cuidado, puede llegar a vivir entre 12 y 20 años. Una lora como Lorita, ronda los 40.
Por ahora, está sana y continúa esperando su porción de frutas de las mañanas.
Patricia no le falla. El día que lo haga, es seguro que Lorita la llamará a gritos.
Trisha ya no sube gradas
Sacando cuentas, Trisha tiene 17 años. Nació en el barrio El Pocito de Pérez Zeledón, y es la única sobreviviente de los cuatro cachorros de aquella camada entre una perrita salchicha y un zaguate.
Si, en promedio, un perro pequeño no pasa de los 12 ó 15 años, Trisha está más que ancianita. Dicen que su mamá vivió 12 años, algo poco común en esas épocas. Así que tiene herencia de vida longeva.
Su dueña es Betsy Rojas. “Trisha ha tenido una vida tranquila pero ha estado enferma: la operamos de un ojo y se le extrajo un tumor en la vejiga. Sí, se nota que está viejita. Ahora, no sube las gradas, no va al segundo piso, no sale corriendo cuando uno abre la puerta. Tampoco mueve la cola.
”Tiene el pelo blanco y come lento. Antes, uno le ponía la comida y se devoraba el plato en cinco minutos. Ahora, tarda hasta 40 minutos. Hay que humedecerle la comida. Le damos alimento de adulto mayor”, cuenta Betsy.
Los cambios se empezaron a notar hace unos tres años. Desde entonces, Trisha toma una pastilla al día para tratar la osteoporosis (daños en los huesos), y un antioxidante.
La inversión es grande, pero cuando hay amor se hace lo necesario. Dice Betsy que, entre pastillas y alimentos, Trisha consume alrededor de ¢60.000 mensuales.
“Pero la mayor y más importante inversión es en tiempo: hay que chinearla, tenerle paciencia. Tenemos otro perro (Ziozou, un labrador de 6 años), con el que Trisha juega de vez en cuando, pero ya no tiene la misma paciencia de antes”, agrega su dueña.
Dicen que el veterinario considera a Trisha como una “paciente estrella”. A su edad, todavía ve y oye bien, y tiene en muy buen estado el corazón.
“Hace tres años, cuando fuimos a una cita de chequeo, el médico nos dijo que teníamos que estar preparados para que nos dejara. Él lo que dice es que Trisha ya superó expectativas. Pero ella está bien”.
Betsy ya tiene planes para cuando su mascota falte: la enterrará en un cementerio para perritos. Su plan también es buscar a otra mascota que les llene la vida como lo ha hecho hasta ahora esta singular mezcla de salchicha y zaguate.
Esta familia siempre ha sido de tener perros porque, más que mascotas, animales como Trisha y Ziozou se han convertido en parte esencial de su vida.
Otilio, el gallo longevo
“Yo tengo un gallo de 11 años que solo puede caminar con una pata, ya casi no ve y, a pesar de que lo hemos dado por muerto más de una vez, anda feliz por el jardín”.
Ese fue el mensaje que nos envió Giuliana Cappella Flores por Facebook desde San Luis de Santo Domingo de Heredia, donde ella y su familia viven con Otilio. Entonces, nos fuimos a conocer al famoso gallo, cuya dueña es Irene, la hermana de Giuliana.
La familia vive en una casa grande, rodeada de zona verde, entre árboles frutales y pinos. Ahí tienen espacio para varios caballos, cinco gallinas, tres conejos, tres perros, un ganso llamado Cleto y el gallo, Otilio, el más viejo y respetado de los animales en esta granja.
“Han pasado cinco generaciones de gallinas y él sigue ahí”, comenta orgullosa su propietaria, porque sabe que, en promedio, los gallos como el suyo viven entre siete y diez años.
Las gallinas que lo merodean en el inmenso patio de la finca son sus hijas. Pero Otilio ya no corre como antes tras ellas. Como contó Giuliana en su primer mensaje, el gallo es renco y sus plumas han perdido la lozanía y brillantez de la juventud, aunque todavía canta, y bien fuerte. Eso sí, su reloj biológico parece haberse desprogramado, porque a veces su quiquiriquí empieza pasada la medianoche.
“Lo compré ya gallo. Yo le calculo como 11 años, que es lo que lleva de estar entre nosotros, pero debe de tener más. Lo compré con plumas de gallo grande y con cresta”, dice Irene, como queriendo hacer énfasis en que su gallito es viejo pero no pendejo.
Otilio no es el único macho entre las yeguas, perras, gallinas y conejas. Un año después de llegar él, apareció Cleto en la casa, el ganso. Tiene diez años de vida. Aún es joven porque aves como esta viven hasta 25 años. Al ser los dos únicos machos de la “camada”, Cleto y Otilio se han convertido en archirrivales. La pata renca del gallo se la debe a un picotazo de Cleto. El ojo ciego de Cleto es culpa de un picotazo de Otilio.
Tanto el papá como una hermana de Irene y Giuliana son veterinarios. Esto le da a Otilio el privilegio de tener atención VIP en su propia casa.
Ambas saben que, un día de tantos, el gallo pasará a mejor vida y ya no paseará más por el jardín. Cuando esto suceda, un rinconcito de su propiedad le servirá de última morada al gallo más querido de esta familia.
Unos 700 perros descansan en paz en las montañas de Cartago. También una tortuga y hasta un pez dorado que su pequeña dueña lloró desconsoladamente.
Porque los cuidados no solo se prodigan en vida. También en la muerte, los propietarios de mascotas buscan cómo darles el descanso que se merecen a quienes han sido, incluso, sus mejores amigos.
Un cementerio ha cobrado notoriedad en esos servicios funerarios para mascotas. Se llama Cementerio de Animales.
Nació por pura casualidad, hace 15 años, cuando uno de los clientes del médico veterinario Miguel Ángel Mena –un funcionario diplomático– no tenía dónde enterrar a su perro y el médico le ofreció hacerlo en un lote de su propiedad, ubicado en Quebradilla de Cartago, justo detrás de las montañas de La Carpintera.
“A las dos semanas, a otro diplomático se le murió la mascota. Y, casualmente, otro señor nos buscó para lo mismo. Cuando nos dimos cuenta, estábamos dando un servicio gratuito para personas escogidas. Esto fue en 1998.
”En ese tiempo, existía un señor que vendía el servicio de enterrar perros. Pero descubrimos que ¡los echaba en un río! Nos dimos cuenta a través de un cliente nuestro a quien se le murió el perro. Ese señor norteamericano envolvió a su mascota en tela en paracaídas y se lo dio al enterrador.
”Por esas casualidades de la vida, el norteamericano se fue para Tárcoles y, de paso por el puente, vio pasar flotando en el río a su perro “empacado”. El lunes, él andaba jalando a su perro muerto buscando dónde enterrarlo. Y lo fuimos a enterrar a la finca. Ese fue el primer servicio que vendimos”, recuerda el doctor Mena.
Hay días en que salen muchos servicios. Y a veces pasan semanas sin muerticos. Lo cierto, es que conforme pasa el tiempo, la demanda por este servicio aumenta.
Los precios por enterrar dependen del peso del animal. Enterrar una mascota de menos de 10 kilos cuesta ¢30.000. Aquellas que pesen de 11 a 25 kilos, ¢40.000; las que pesen entre 26 y 35 kilos, ¢50.000, y las mascotas cuyo peso sea mayor a ese peso, ¢70.000.
Los pequeños rumiantes y ponys también tienen su espacio en el cementerio. Por ellos, se debe pagar ¢100.000. Enterrar caballos y otras especies grandes cuesta ¢200.000.
Entre los servicios adicionales que da el cementerio, está el ataúd biodegradable (solo para animales pequeños) y también la lápida de mármol o granito con la información del animal.
“Sin duda, se produce un vínculo muy especial entre el ser humano y una mascota. Se llama compañía. Y la compañía es la relación constante con cualquier cosa, cosas animadas e inanimadas. Esa constante relación con un objeto inanimado nos da apego. Pero cuando el sujeto es animado (el vecino, la vecina, la pareja, el perro, la planta), y uno obtiene de este una respuesta, esa cercanía se convierte en algo que hemos tendido a llamar amor”, explica el médico veterinario.
Mena insiste en la necesidad de que los dueños de mascotas se preocupen, sobre todo, por dar una atención preventiva a su animalito pues la costumbre es consultar cuando es demasiado tarde.