En esta institución pública y gratuita –ubicada en Río Claro– los números importan.
Su infraestructura es de hace 40 años. Durante el día recibe 800 alumnos, en la noche 200, y tiene 100 estudiantes con necesidades educativas especiales. Goza de 94 hectáreas. Por semana matan entre 120 o 150 pollos. Un cerdo o dos al mes, dependiendo de la necesidad.
Y les hacen falta 300 pupitres, más o menos.
Allá, los estudiantes trabajan con la tierra. A partir de sétimo aprenden a inseminar cerdos, y para décimo ya son expertos en el cuido de pollos de engorde.
La entrada al colegio tiene un muro que expresa valores de la institución. Más allá están las aulas y el comedor, y, a lo lejos, la tierra prometida:
Aulas con pollos de engorde. O con codornices. El lago Lagarto. Un lagarto. Vacas. Y al fondo, los estanques en donde los estudiantes aprenden sobre la acuicultura. Ahí, los útiles son pocos: botas de hule y redes de pesca.
“Cuando yo adquirí esta institución sabía que tenía una condición privilegiada por el agua. Tenemos dos lagunas naturales. Así que cuando don Guillermo me habló del proyecto de los estanques y el de embutidos, me pareció que debía decirle que sí porque teníamos los recursos para ejecutarlo”, aseguró la directora de la institución, Grace Beita.
Luego del sí, se abrieron tres estanques en la finca.
Además, gracias al fondo CARSI-CRUSA se abrió una planta de producción donde los estudiantes aprenden a hacer embutidos. En el Colegio Técnico Profesional de Guaycará se capacitaron, además, los ocho colegios técnicos de la zona en el laboratorio de reproducción de peces que costeó el fondo.
“Siempre vi positivo este proyecto porque esta comunidad es muy pobre. La población emigra mucho porque no encuentra trabajo. Entonces hay que enseñarle a producir a esta gente. A darle vueltita a la plata. A que sobreviva. Eso yo lo tengo claro. El colegio tiene que proyectarse a la comunidad”, dijo Beita dentro de su oficina, mientras esperábamos que pasara el diluvio.
Cuando allá llueve, no se sacan las cobijas. Se saca el cuerpo a la calle, para preguntar quien ocupa ayuda con alguna inundación.
Los chicos, acostumbrados a los caprichos del clima, meten el bulto en una bolsa plástica y caminan hacia el bus estilados. Sin prisa, pateando el balón.
El colegio les brinda transporte gratuito. Solo así muchos pueden llegar a clases, y aun así, como ya lo sabemos, a más de uno le toca caminar por horas para llegar a su hogar.
“Uno de los problemas de los colegios técnicos es que tienen tres o cuatro especialidades. Porque piensan en la maestra. En que no la pueden quitar. Yo quiero mucho a mis docentes, ellos lo saben, pero yo tengo que ver el mercado, tengo que ver al alumno. Pensar qué quiere estudiar, qué quiere ser”.
La planta
Una vez que la lluvia se calmó, pasamos a la planta de producción de embutidos, la cual cuenta con los permisos del Ministerio de Salud. Ahí se preparan embutidos de pollo y de carne, que luego pasan al comedor, y los estudiantes se llevan a su casa. Ahí, chicos y chicas de sétimo y décimos recibían clases con don Guillermo.
Cuando él no está, hay una profesora a cargo de la asignatura.
El salón es amplio y luminoso. Como un quirófano recién estrenado. Huele a cloro y a tierra mojada. En una bandeja está el pollo, y en otras varios condimentos. Todos visten batas blancas, botas blancas, mallas en la cabeza y la boca, y guantes.
Mientras don Guillermo da instrucciones, todos se reúnen para tratar de succionar cada gota de sabiduría. No hablan entre sí, no ven sus celulares.
Tampoco importa la diferencia de edades. Por alguna razón, funciona. Se acoplan. Tienen bastante claro cuáles son sus funciones. Tampoco arrugan mucho la cara cuando tienen que lavar todo después.
Fiorella Vargas es una de las estudiantes que se ha destacado por su labor en la planta. Tiene 15 años, y lleva cuatro estudiando informática en el CTP. Pero, además de pintar uñas los fines de semana, visitar a los abuelos y asistir a la iglesia, Vargas tiene que preparar y destazar la carne para los embutidos.
Este proyecto, y el de piscicultura, le han abierto el espectro de oportunidades.
“Los chicos de otros colegios no experimentan como nosotros. No lloran si un cultivo les sale mal, por ejemplo. Yo agradezco esta oportunidad, sino creo que me tocaría trabajar en Gollo o Monge”.
Esto Fiorella no lo dice despectivamente, no como si fuera el fin del mundo, sino con pereza de saber que su futuro está condicionado por la situación económica.
“Don Guillermo nos ha enseñado mucho. Saber que podemos tener trabajo con la acuicultura. O en esto de los embutidos. Es como que un día nos dimos cuenta de que teníamos opciones”.
Negocio redondo
Antes de que don Guillermo llegara a esa institución, la dieta en el comedor se basaba en la carne y el pollo.
Ahora, los viernes se incorporó la trucha.
“Todo lo que se come en el comedor, se produce en la finca. Las carnes son nuestras. Y las servimos frescas. El pescado lo damos los viernes porque vienen menos estudiantes. Todos los días comen acá entre 500 y 800 alumnos. Por eso, cuando se trata de descamar, las cocineras no dan abasto. Pero usted no sabe las filas que se arman cuando anunciamos que en el almuerzo se come pescado”, contó Beita.
En los estanques, los estudiantes aprenden a pescar, también con don Guillermo sumergido hasta las rodillas.
Deben cumplir 40 horas para completar el taller. El colegio no puede impartir la carrera como un técnico medio. Entonces, si alguno de los participantes quiere continuar estudiando piscicultura deben asistir a la Universidad Técnica Nacional.
Efecto colateral
Además de enseñarle a los estudiantes sobre la pesca y los embutidos, el colegio permitió que mujeres de la zona pudieran ser parte de este proyecto.
Por medio del fondo CARSI-CRUSA el CTP incorporó a 50 señoras de la zona.
“Fue una experiencia hermosa. Participaron mujeres que estaban en situación vulnerable, y esto las estaba acercando al negocio del narcotráfico. Pero se pudo hacer un cambio. Al menos, ellas saben ahora que existen otras formas de hacer plata. Unas mucho menos peligrosas”.
De acuerdo con la directora, la población de la noche es de escasos recursos, “hay que darles alimento y transporte. Y cuando esas señoras se incorporaron a las capacitaciones de piscicultura fue muy lindo verlas entre semana. Aprendieron a cultivar”.
La finca la cuida Luis Aguilar, de 34 años. El peón del cole. Tiene 15 años de trabajar en la Zona Sur, y 7 de vivir ahí dentro, en la finca del coelgio, en una casa amarilla. Aguilar solo pudo sacar la primaria, y el inglés fue su gran tortura. Así que desde los 14 años, trabajó sacando sacos de coyol, que en aquel entonces costaba ¢350 la unidad.
Aguilar también se incorporó al proyecto de acuicultura.
“Ahora tengo un hijo de unos 4 años que se saca 85 en los exámenes de inglés. Las oportunidades cambian. Yo no puedo ni deletrear, pero sabe, amo lo que hago. A mí el agua me lo brinda todo”.