Tenemos treinta. Treinta y dos, treinta y cinco, treinta y algo.Ellos llegaron antes. Cuando nos dimos cuenta, se habían hecho con todo. Mientras crecíamos, se convertían en nuestros maestros, jefes, alcaldes, ministros, presidentes, y en los que eligen a los presidentes. A nosotros nos tocó otra vida, la vida después de los 70. Recibimos las primeras computadoras, vimos nacer a Windows. Cambiamos a PacMan por dos nintendos, venidos de dos extremos del planeta cuando la Guerra Fría mutaba en globalización.
Después de Hola Juventud, nos educó MTV cuando el zapping sonaba “clac”. Pirateamos en casetes. Perdimos buena parte de nuestra adolescencia esperando que bajara una sola foto porno. Vimos la primera guerra que se estrenó por tele. Diez años después, nos cayó encima el World Trade Center y el mundo se convirtió en otro mundo. Estrenábamos los ventitantos.
Hoy, en algunos puntos del penthouse del planeta, a los nuestros les llaman kidults: “eternos adolescentes”. Dicen que los cambios propios de la dinámica social –siempre en evolución– nos marcaron como generación: los “X” y “Y” devenidos en una masa de Peter Pans.
Que tenemos hábitos de consumo distintos a los de nuestros padres. Que no podemos disimular el apego por la cultura pop; ni la resistencia a adoptar responsabilidades hasta ahora relacionadas con la “vida adulta”. Que sobrevaloramos la independencia. Que estamos informados, tal vez más de la cuenta.
Nos acusan de llamarle indie a lo que hasta ahora era música huérfana, y de arruinar la industria del disco. Aceptan que entendimos la diversidad luego de que ellos no pudieron, y que vemos en las diferencias el condimento del mundo en el que queremos vivir. Dicen que fuimos los primeros en entender que a las mujeres no las deja el tren: deciden no montarse. Nos culpan de querer pensar que podemos decidir.
Oigo hablar del “cambio generacional” y me emociono. Pienso que la historia de la humanidad es esa secuencia eterna de cambios generacionales; pero el nuestro es este. Somos los habitantes de nuestro tiempo, ¡carajo! y a nuestro tiempo le llegó la hora.
No seré yo quien afirme que aquellos lo han hecho mal; pero ahora nosotros queremos hacer lo que sabemos hacer, y hacerlo bien. Queremos decidir. Que ya nos toca.
Entonces algún tufo a indiferencia me despabila y temo. Me asusta pensar que la ilusión sea otro síntoma de inmadurez y el entusiasmo, otra emoción superficial. Que más que una generación, seamos una generalización. Y que ellos tengan razón.