Como la gente, las ciudades son su comida. Durante más de un siglo, la cuchara de San José encontró hogar en un pequeño salón de madera, de mesas cubiertas con manteles cuadriculados como tableros de ajedrez rojiblancos, que cada día, cuando el sol estaba más arriba que nunca, abría sus puertas a sus comensales: gentes que perpetuaban la tradición de comida francesa e italiana que el Balcón de Europa convirtió en su estandarte desde 1909 hasta el viernes 19 de junio de este año, cuando finalmente cerró sus puertas.
Uno trabajando, incansable, dentro de la cocina; el otro correteando por el salón tomando y despachando órdenes, Róger Vásquez y Bennett Miranda fueron, durante muchísimo tiempo, dos pilares trascendentales de la tradición culinaria del centro de San José; una que sobrevive, a duras penas, entre rótulos de comida chatarra y plazas comerciales.
El destino se encargó de que compartieran su último día de trabajo, a salón lleno durante la hora pico –o sea, la hora de almuerzo–. Lo hicieron aferrados, hasta el final, a la idea de que la comida puede ser un proceso íntimo, artesanal y delicado; poco importa que las posibilidades parezcan estar en su contra.
El chef
A don Róger Vásquez le sobran las sonrisas, entonces no escatima en ofrecerlas. Recién comenzando su último día de trabajo en el restaurante, luego de 30 años de servicio, no permitió que la nostalgia ni el pánico se apoderaron de él y, para contrarrestar, hizo lo que mejor le sale: sonreir. Hay que corregir: las sonrisas son su segunda especialidad. La primera es la pasta del chef, acompañada con una salsa de mariscos y langosta.
Parte de un clan de nueve hermanos, a don Róger su madre lo educó, desde temprano, al calor de la estufa. Desde muy joven, primero en el hogar y luego en distintas sodas y restaurantes, la vida de don Róger ha estado ligada, siempre, a la cocina.
Tras recorrer algunos años en distintos restaurantes del centro de San José –algunos todavía vivos; otros, ya extintos–, don Róger aterrizó en el Balcón de Europa, cuando este se ubicaba en la Avenida Central, frente al Hotel Balmoral. Estuvo ahí cuando, hace 25 años, el restaurante se mudó a la vuelta de la cuadra. Estuvo ahí hasta el último momento, cuando las puertas del Balcón se cerraron para siempre.
“Conocí a mucha gente. Clientes que han venido durante 50 años”, me confesó, sin dejar de sonreír. “A todos ellos les serví comida. Me llevo muchos recuerdos bonitos de todas esas personas”, dijo antes de volver a la cocina que, por décadas, lo acogió.
Asegura que es ahora, al final de su carrera en el icónico restaurante, que toma consciencia de su importancia en la historia de San José. “Es complicado que la gente prefiera tomarse dos horas para una comida en lugar de un combo de comida rápida. Pero no por ello deja uno de intentarlo”, cuenta Vásquez.
El mesero
Bennett Miranda entró al restaurante como una bala: veloz, silencioso, agitado. En 11 años nunca le había sucedido, entonces escogió su último día de trabajo para vivir la pesadilla de cualquier empleado de servicio: llegar tarde. “En toda mi carrera”, me dijo luego, refiriéndose a los 27 años de su vida que ha pasado trabajando en restaurantes, “nunca me había pasado esto: me quedé dormido”.
Tras despertarse temprano para alistar a su hija, se recostó a descansar antes de comenzar su jornada. Los párpados le traicionaron y arribó al Balcón de Europa a las 12:30, media hora más tarde de lo previsto. Para ese momento, ya las mesas estaban llenas y las administradoras del restaurante hacían lo propio por mantener a la clientela apropiadamente servida. Pero el mesero del Balcón era solo uno y la misma concurrencia lo sabe.
—¿Hoy es el último día? No puede ser —le preguntó una mujer sentada en la primera mesa que atendió aquella tarde.
—Ni me diga, que tengo un nudo en la garganta —contestó Miranda, mientras le servía una copa de tinto chileno.
Ese nudo que pesa lo que pesan sobre sus hombros diez años tomando órdenes, cargando platos calientes, recomendando vinos; más de una década de recuerdos que, en media entrevista, aguan sus ojos. Bennett es un hombre feliz, o al menos transmite esa sensación, no importa si es durante la caótica hora de almuerzo en el restaurante o más tarde, cuando el sol comienza a bajar y las mesas quedan, de nuevo, vacías en uno de los establecimientos más añejos que tuvo, hasta hace poco, San José.
La suya ha sido una vida de tenedores y cubiertos desde siempre, desde antes estar vivo. Su padre fue, durante 54 años, el mesero del propio Balcón de Europa. Cuando se retiró le ofreció su trabajo a su hijo, quien lo aceptó sin pensarlo. “Papá quiso independizarse, abrir su propio negocio, pero nunca se marchó por amor al restaurante”, me confesó. De lo malo, lo bueno: el cierre del restaurante es el impulso que Bennett necesitaba para intentar él lo que su padre nunca pudo. Miranda administrará un negocio en Tibás, algo que le permitirá, dice, expresar su creatividad.
No que esto disminuya, de forma alguna, su nostalgia por su antiguo trabajo. “¿Qué significa el Balcón de Europa para usted?”, le pregunté. Con los ojos como cascadas, me respondió: “Todo”.