Créanme: nunca, en mis casi 33 años de vivir en Costa Rica, he escuchado tantas veces la palabra “humilde” como en los últimos dos meses. Al principio atribuí el fenómeno a los comentaristas deportivos, pero a estas alturas puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que la culpa la tienen los futbolistas, especialmente el 11 mágico de ese señor innombrable por culpa del cual estamos a punto de inventar una nueva nomenclatura para nuestro plato típico.
Hay una suerte de superstición radical en afirmar que los éxitos se alcanzan “con humildad”, especialmente en este nuestro querido país de los igualiticos. Como que quienes se la creen nos caen mal, no son humildes. Y así la humildad, ese bello vocablo de nuestro idioma que tiene su raíz en el humus, cerquita del suelo, recobra con más vigor que nunca su acepción original. Nuestra lógica nos dice que quien no es humilde es, por oposición, soberbio. ¡Y dios nos libre de la soberbia, de creernos más que los demás y de ese espantoso pecado capital de la vanidad!
En serio me encantaría saber qué tiene de malo sentirse orgulloso de los logros propios. Qué hay de incorrecto en decir “hice esto con mi esfuerzo, y llegué a donde llegué trabajando”. Por qué la necesidad de recurrir una y otra vez a la muletilla futbolística del “gracias a dios, con humildad, siempre con los pies en la tierra”. Porque vivimos en una disyuntiva esquizofrénica entre el trabajo arduo, el único que merece resultados vistosos y concretos y la modestia ante los logros, como si estos últimos hubiera que disimularlos para evitar el mal de ojo, la envidia y el odio.
La humildad ajena dura lo que dura la aceptación de la envidia propia. Un buen día reconocemos que el otro, el anteriormente humilde, cuya trayectoria ha estado caracterizada por esos pies en la tierra, salió volando hacia la estratósfera. Y nos chima. Pero en lugar de reconocer sanamente que nos come la cochina envidia, decidimos que el otro “está volando” y no en el buen sentido de quien hace bien las cosas: al otro, desubicado, se le subieron los humos.
Lo terrible de este aspecto de la idiosincrasia local es que todos, sin excepción, estamos a un paso de cruzar la delgada línea de la humildad y convertirnos en “mediocres”, “malagradecidos”, “juega de vivos”. La humildad, como nos la han explicado los futbolistas, no es necesariamente una virtud. Tal vez valdría la pena pensar si realmente queremos seguir fingiendo que nuestros logros, esas cosas buenas, no “nos pasan gracias a dios”: los logros se construyen en el día a día con trabajo y esfuerzo, y no hay nada de malo en sentirnos orgullosos de ellos.
En beneficio de la transparencia y para evitar distorsiones del debate público por medios informáticos o aprovechando el anonimato, la sección de comentarios está reservada para nuestros suscriptores para comentar sobre el contenido de los artículos, no sobre los autores. El nombre completo y número de cédula del suscriptor aparecerá automáticamente con el comentario.