La descarga empieza en el mar. Hay lluvia, hay tiburones, hay piedras tramposas, hay trabajo.
Contra las olas, los cascos azules acuden a recibir a la Megaptera. La lancha, bautizada con el nombre científico de la ballena jorobada, reacciona chúcara y amenaza con bruscos movimientos. En total descargarán 1.400 sacos de cemento de 25 kilos cada uno, varilla, tubería, estañones cargados con diésel, cilindros con gas...
Los cascos azules son hormigas humanas, una especie endémica de Isla del Coco , de piel gris con rayas fosforescentes, y que ha desarrollado una excepcional fuerza bruta a punta de maña y trabajo en equipo.
Allí, fuera de zona continental, los hombres hormiga juegan a ser Robinson Crusoe. Cada diez días viajan por el océano para internarse, durante 25, en la tierra en la que estuvieron el pirata Morgan y Jacques Cousteau.
.
La misión consiste en construir una represa hidroeléctrica que abastecerá de energía un radar que detectará pescadores ilegales y lanchas reclutadas por el narco (ver recuadro).
Son 26 hormigas: obreros y mineros de Miramar de Puntarenas. Padres, hijos, esposos, que se lanzan a la aventura por la recompensa del trabajo. Contratados por la Compañía Nacional de Fuerza y Luz (CNFL) , son el primer peldaño en la defensa de la biodiversidad y la soberanía nacional.
Esta es la historia de Chino Joven, el más joven, que con 19 años se va por vez primera de la casa de su madre, a su primer trabajo.
Es la historia de Viejo, el más viejo, que con 63 años comanda el proyecto, respaldado por una vida de conocimientos empíricos.
De Ismael, que tiene 21 años, dos hijas y un varón en camino. De Chico Orontes, que tiene 11 hijos y es el presidente de la isla, electo popularmente, aunque en una dudosa votación.
Es la historia de Teo, Joseph, Pipa, Juan, Moya, Varela, Marito, Cyndo, Chiricante, Miguel, Manuel, Chino Garita, Yuba, Osvaldo, Jorge, Jordan, Pachico, don Ramón, Acuaman, Roy, Chema y Charlie.
Pero, para llegar a la isla, primero hay que pasar por el infierno, y el infierno no está bajo tierra, sino en el Pacífico, y son las 300 millas náuticas que dividen puerto Puntarenas del punto más alejado del territorio costarricense.
Alerta de naufragio
El percolador con sobros de café se estrella contra el suelo, los basureros y maletines bailan por el salón. El violento movimiento del mar hace que todos despierten, unos caen encima de otros. Llueven sillas, colchones y bancos. “Sale toro… el Chirriche, el Malacrianza …”, bromea Varela, el chef de los hombres hormiga, tratando de ponerle humor a la tormenta. Todavía se pueden hacer bromas, alguien se atreve a hacer sonar el tema de Titanic .
A medida que avanza la noche, la voz de Celine Dion pierde la gracia. La posibilidad de un naufragio pasa de ser susto a temor en la mayoría de los pasajeros del San Lucas I, embarcación que cumple su tercera noche en el mar.
El viaje a Isla del Coco habitualmente tarda 45 horas, pero las condiciones del clima extendieron la odisea. Fueron tres días a bordo, tres días en la Tagada. Comer, dormir, cagar, bañarse, todo en un constante vaivén del suelo.
El San Lucas I es un ferry similar al que transporta turistas de Puntarenas a playa Tambor; en este viaje carga material de construcción.
Para matar el tiempo se proyectan películas en el salón comedor. Desfila la filmografía de Jean Claude Van Dame : cuando era una estrella en potencia, cuando era una estrella en su máximo esplendor, y cuando era una estrella en decadencia.
Los músculos de Bruselas pierden protagonismo con la llegada de la tormenta, la cual hace que las olas revienten, odiosas, contra el ferry y que el agua inunde el sector del barco donde se guardan las provisiones: repollos, manzanas y zanahorias ruedan por los pasillos.
Los mineros nunca han experimentado ese comportamiento soberbio del mar, ya otras cuatro veces han hecho el mismo recorrido, pero en todas ellas el Pacífico fue una piscina. Algunos pasan todo el viaje desparramados en un colchón, porque en el ferry no hay camas, ni siquiera camarotes, los cincuenta pasajeros – nómina que incluye voluntarios y funcionarios del Área de Conservación Marina Isla del Coco, e ingenieros del ICE– duermen en la cubierta, en los pasadizos, en el comedor.
Unos vomitan, otros se enrroscan en las cobijas; el médico, que asistió al viaje de forma voluntaria contactado por los dueños de la embarcación, corre de babor a estribor aplicando sueros, inyectando a descompuestos y recetando pastillas gravol como si fueran confites; mientras que un grupo se amotina y acuerda exigirle cuentas al capitán ante el rumor que circula de que el barco está a una hora de hundirse.
“Aquí no ha pasado nada, cuando yo me asuste, se asustan todos, y yo no estoy asustado”, dice, enérgico, el capitán, cansado de las suposiciones de naufragio.
Como estrategia para levantar la proa (parte delantera del barco) o para mantener activos a los pasajeros –también es una estrategia–, el capitán Cristian Alanis pide a todos mover los sacos de cemento hacia la popa.
Son las 11 de la noche, bajo un aguacero, en altamar y sobre un suelo que se columpia sin descanso, las hormigas humanas, y demás pasajeros del Ferry –los que estaban descompuestos por el mareo y el propio doctor que los atendió–, mueven uno a uno los 1.400 sacos de cemento.
Termina la labor. Los ánimos se calman. Es sábado, noche de final entre Saprissa y Alajuelense, el capitán se escapa para llamar por teléfono satelital y preguntar el resultado. “Ganó Saprissa 1 a 0”, anuncia contento, pese a ser manudo. La tormenta ha pasado.
A la mañana siguiente, tras 68 horas de haber salido de Puntarenas, se divisa en el horizonte Isla del Coco. Pese a la desventura del viaje, nadie grita entusiasmado: ¡tierra!, ¡tierra a la vista!
Charlie Chaves, peón de 26 años y padre de una hija de año y cinco meses, observa el islote de 24 kilómetros cuadrados, y siente lo que sienten los burócratas cuando se avecina el lunes, pero su semana no tiene cinco días, sino 25. “Ahí está, otra vez”…
La cuadrilla
La construcción de la represa lleva como nombre Proyecto Olivier. Las obras se iniciaron en noviembre, de la mano de Juanito Ovares, conocido como Viejo.
Tiene 63 años y es una de las mentes más respetadas de la CNFL. Minero de cepa, llegó a sexto grado de escuela, su universidad fue la calle, su especialidad son las turbinas y tiene una maestría –también empírica– en sicología.
Es tan delgado que la ropa, cualquier ropa, le queda grande; el look cadavérico lo ha acompañado siempre. Alcohólico en recuperación, tiene seis años de no tomar licor, y 43 de casado, pese a que solo duró de novio ocho días.
“El secreto es la discusión, el matrimonio que discute es sano, el que calla, es una bomba de tiempo”, dice mientras fuma un cigarro marca Delta; fuma como chimenea, uno tras otro.
La misma filosofía de su matrimonio la aplica en la isla, el diálogo y la comunicación son vitales para mantener la armonía entre los obreros, a los que trata como hijos. Uno de ellos, Jordan, es, de verdad, su hijo.
Dejó el cole en cuarto año, ahora, a sus 21 años, revalorizó el término “bachillerato a distancia”, pues desde Isla del Coco intenta culminar sus estudios, para algún día convertirse en arquitecto.
Jordan luce como cualquier otro joven de su edad, así como Chino Joven, apodo de Marco Vargas, que tiene 19, e Ismael Calderón, de 21.
Muchachos que en continente pueden confundirse con los patinetos de cualquier barrio, pero que en Isla del Coco se transforman en hombres hormiga.
La pinta es lo de menos, a la hora del trabajo ellos, y el resto de obreros, cargan grandes pesos en topografías con inclinaciones de 45 grados, en un clima de aguaceros constantes, sobre grietas, rocas, suelos resbaladizos, pasando ríos y montañas; sin ayuda de máquinas cavan zanjas, preparan terreno, levantan estructuras…
En bahía Chatam, donde está el campamento, no hay playa, por lo que los obreros deben descargar el material en el propio mar. La lancha del Área de Conservación Marina se encarga de hacer viajes entre el ferry y la bahía, para acercar el material. La barca lleva el nombre científico de la ballena jorobada, ya que los guardaparques, al encontrarla flotando casco arriba, pensaron que era una Megaptera novaeangliae . Luego descubrirían que era una lancha abandonada por narcotraficantes.
A veces, entre los obreros nadan los tiburones punta negra y punta blanca, mas esos no son agresivos. El riesgo es que esas mismas aguas son la jungla del tiburón tigre, el cual les puede amputar una pierna de un mordisco. Cuando alguien lo ve lanza una voz de alerta y todos huyen a tierra.
De todos los hombres hormiga solo uno terminó el colegio, el resto son peones que vivieron infancias con grandes limitaciones económicas. Por la labor que realizan en la isla ganan más del doble de lo que recibirían en continente. “Uno viene aquí pensando en la comidita que va a llevar a la casa, es un sacrificio, pero estamos claros de que hay 50 maes en Miramar que quisieran estar acá; no ve que allá no hay donde trabajar ”, reflexiona César González, peón conocido como Chiricante, cuyo segundo hijo nació cuando él estaba en la isla.
En noviembre, el Proyecto Olivier deberá estar terminado, aunque desde ya se habla de otro complementario, el cual también requerirá la labor de los hombres hormiga; todos ellos esperan ser tomados en cuenta.
Encierro
Trabajan 12 días seguidos, descansan uno, y luego laboran 12 más. Hasta que el ferry vuelve por ellos.
Duermen en una estructura de madera y latas de cinc a la que llaman “El Gallinero”, en donde lidian con el calor, insectos y ratas, especie introducida hace cientos de años por los piratas.
Tales condiciones no los agobian, son similares, dicen, a las que han afrontado en otros proyectos en continente. El verdadero tormento está en el aislamiento. Pese a contar con un dedicado paramédico en el equipo, una enfermedad o dolencia en ese rincón de la tierra es una agonía asegurada.
Ya en dos ocasiones han tenido que sacar a obreros de emergencia por algún mal que los aqueja.
“Imagínese que usted lleva acá dos días, y le empieza a doler el estómago, empieza a pensar uno que todavía le quedan 23, no es como estar en otro lado que te vas al Ebais o a la farmacia… Imagínese un dolor de muela…”, cuenta Miguel Salas. Él, en su cuarto ingreso a la isla, debió regresar antes de lo previsto a continente, pues le avisaron que su madre estaba agonizando. Logró llegar a tiempo para despedirse, tuvo suerte de que cerca de la isla transitaba un barco de una operadora turística que lo trasladó; pero no siempre sucede así, a veces pasan días y semanas sin que se divise una embarcación, y el sentimiento de claustro se torna insoportable.
Todos extrañan su hogar, su consuelo son los mensajes por Facebook o Whats App que intercambian con sus familiares. La lenta conexión a Internet que hay en bahía Chatam es una mina de oro para los hombres hormiga.
Cada uno lleva la procesión a su manera, Moya es el cascarrabias; Yuba, el buena nota; Chiricante, el gracioso; y Chico, el alma de la fiesta.
Al no tener posibilidad de cambiar su domicilio electoral por limitaciones de tiempo, los obreros de Isla del Coco se quedaron sin votar en los comicios nacionales. Por tal motivo, ellos organizaron sus propias elecciones, con papeletas, parodias de partidos y debates con humor.
Chico resultó electo, lo que a todos les extraña es que la cantidad de votos que obtuvo fue mayor al número de personas en la isla.
“Lo único que como candidato les podía prometer era trabajo, eso es lo único que hay en la isla, hasta el momento lo he cumplido”, afirma el “presi”.
Cuenta regresiva
En su único día libre, los hombres hormiga hacen senderismo, practican snorkeling y, los más jóvenes, skin board .
Mas con el paso del tiempo todo se va complicando, los primeros 12 días son llevaderos; los segundos 12 – que se cuentan en forma regresiva con la ansiedad de que se acaben–, agobiantes. Surgen las depresiones, los enojos, los cuadros de estrés.
Entonces, el sicólogo Juanito entra en acción. Él se encarga de leer síntomas y dar consuelo. “Uno ve en el adulto, el niño que nunca recibió el abrazo del papá, se les oye resentidos, yo llego y le digo ‘usted es mi gavilán’, ‘mi gallo fiero’, y con eso sonríe…”.
En bahía Chatam, donde no habita ninguna mujer, hay un tema tácitamente prohibido: no se puede hablar de infidelidades femeninas, ni bromear u ofender a otro diciéndole cornudo. La norma tiene como fin evitar enfrentamientos, trompadas y tristezas… Veinticinco días en la isla pueden hacer que la mente de cualquiera divague y construya una novela de traición amorosa.
De todos, el que parece inmune a cualquier cosa es Chino Joven, él no cae en cuenta de la odisea que el primer trabajo de su vida significa. “Los amigos de mi edad dicen que estoy rayado de la jupa”, narra el adolescente, quien reconoce que su mamá se hace un mar de nervios cada vez que él se va, y él se preocupa de lo preocupada que ella queda.
El resto de obreros carga la misma cruz: sus hijos en tierra, que crecen a la distancia, sin sus padres. “Me deshago en llanto cada vez que me vengo, las bebitas me abrazan y que no me vaya y que no me vaya, me dicen… Eso sí es duro, mi hermano, más duro que todo lo que tenemos que pasar acá”, cuenta Ismael Calderón.
Y pasan los días en cuenta regresiva, hasta que llega el último día; salir de la isla, tras semanas de encierro, es el tesoro de todo hombre hormiga. Se levantan muy temprano, se asoman al horizonte esperanzados, ya con la maleta hecha, ansiosos y desesperados por poder gritar: ¡barco!, ¡barco a la vista!