Entre las vías que debería evitar en el terrible tráfico alajuelense de sábado, le recomiendo pasarle de lejos a la avenida 3, en el tramo que comunica con la tienda Pequeño Mundo. Si se aventura por ahí un fin de semana es probable que se quede atascado entre la aglomeración de carros que esperan estacionarse. Encontrará a un perolito haciendo fila, pero no se extrañe si una camioneta del año también le bloquea el paso.
Pequeño Mundo es una cadena de tiendas con nombre de ironía. Cualquiera de sus locales es un edificio titánico que no quiere disimular que es un bodegón. Es una tienda fea, pero amplia; revuelta, pero surtida; y lo que le falta de prestigio a sus marcas lo compensa con lo bajo de sus precios. Almacenes similares hay muchos, pero su receta es única. Pequeño Mundo se ha hecho institución nacional, y ha probado que el grueso de la billetera no define a un cliente.
Este es un negocio que, como sus productos, vive sin pretensiones. Cuando se conoce que el negocio inaugural de Los Yoses se multiplicó en una cadena con ocho tiendas, uno levanta la ceja.
Claramente, el negocio tiene la gracia escondida, pero en dónde. Dejemos colgando esta idea: Pequeño Mundo vende chunches, pero también vende entretenimiento.
Sin poses
El mall Lincoln Plaza, en Moravia, tiene mucho cristal, muchos productos coreografiados en las vidrieras. Ahí, uno le paga a Brad Pitt por salir en el anuncio del perfume que nos gusta.
A 150 metros de allí, está un Pequeño Mundo. Es una caja de concreto hecha por alguien avaro con las ventanas. Ahí se consiguen pañales mexicanos, atún tailandés, queso en polvo de Wisconsin, platones de India, arroz costarricense sin marca y una crema de manos turca. También hay pasta de dientes de China, cerveza china, ventiladores chinos, platos chinos, taladros chinos, calzoncillos chinos. Aquí, ningún actor nos vende nada, ni siquiera una estrella china.
Karen Solís y Verónica Alvarado son estudiantes de ingeniería en la Unviersidad de Costa Rica. Ambas vienen de la zona sur, y comparten un apartamento, en San Pedro, armado gracias a Pequeño Mundo. Las intercepto en el negocio de Los Yoses, el primero de la cadena y uno que hace parecer un palacio al local de Moravia. Ya han agarrado un hisopo para el baño y algunos ganchos para ropa, y dicen que vienen aquí a buscar precios bajos.
Ellas ejemplifican el agradecimiento del cliente por un gran surtido de productos funcionales a bajo costo. Allí identifica el valor de la tienda el consultor Gustavo Vargas, de Global Marketing Services.
“La magia de ese lugar está en saber comprar, porque el éxito es que rote la mercadería. Necesitan manejar grandes volúmenes, por lo que el formato de la tienda debe ser amplio. No le meten un gasto adicional con vendedores de piso, sino solo con acomodadores que cuidan un acomodo básico”, dice el mercadólogo.
Hay clientes fieles, como Paola Vargas, de barrio Saprissa, en San Pedro, quien se dedica al hogar y va a comprar pañales baratos. También está la familia de doña Ileana Murillo, quien viaja a Alajuela desde Santa Bárbara de Heredia, más o menos cada 15 días, para revisar el surtido de ropa.
Las primas María José e Isabel Murillo aclaran que no son compradoras habituales en la tienda. Cuando converso con ellas en el oscuro local de Alajuela, me cuentan que andan buscando sillas para una veterinaria que administran en Poasito. Este tipo de compras específicas, según Gustavo Vargas, atraen mucha clientela, porque después se convierten en ventas de cuatro o cinco artículos más.
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“La calidad es similar a otros sitios, y el precio es mucho menor”, me dice Gabriel Chaverri, un ingeniero en sistemas alajuelense quien ha comprado herramientas y artículos para el hogar, aunque confiesa que no se siente muy confiado en llevar víveres.
Vargas cree que el cliente obtiene una gratificación en decir que compró algo en Pequeño Mundo, se sintió un ganador: “Consiguió algo que le va a funcionar y realmente no se siente arrepentido. Está seguro de que la durabilidad no es lo que obtendrá, sino la funcionalidad. Tampoco va a ostentar con la marca”.
Nombre gigante
¿Conoce el almacén francés Petit Monde? ¿Qué tal la tienda inglesa Little World? ¿Y la menos conocida hebrea Olam Katan, como me ilustró una colega judía cuando le comenté sobre esta nota? Con una falsa verguenza, que se decanta por la picardía, los clientes que quieren revelar el origen de su vajilla nueva suelen usar estas traducciones-eufemismos.
A Gustavo Vargas le llama la atención que el negocio haya creado una marca con una ambiguedad muy especial, entre lo negativo y lo positivo. Por un lado, salta la chota cuando cualquier cosa se nos descompone muy pronto: “Diay, parece que lo compraste en Pequeño Mundo”. Por el otro, tras la consulta de dónde adquirimos un lindo adorno es común la respuesta: “En Petit Monde”.
Doña Ana Carpio es una señora pensionada vecina de Sabanilla. Ella se pasea sin prisa por los pasillos del local en Los Yoses, y dice que lo que hace es “ver tiliches”, buscar algo que le funcione en casa, como unos zapatos baratos que lleva para hacer el jardín.
Ella nos da una excusa para retomar una idea que dejamos colgada: la tienda ofrece entretenimiento.
Más que a comprar, muchos clientes van a Pequeño Mundo a “ver tiliches”, o a recolectar, estirando el sentido antropológico del término. Quedemos en que muchos de quienes recorren los pasillos de Pequeño Mundo, señora o señor, lo hacen con el disfrute prehistórico de quien escoge la fruta madura entre las celes, la blusa perfecta entre las horribles. Una tienda como Play, pongamos por caso, despierta instintos diferentes. Ahí vamos a practicar nuestra caza, vemos una manada de pantallas planas y afinamos la mirilla en la que queremos ver colgada como un trofeo en el centro del hogar.
A otros negocios –desde la tienda de ropa de segundo aire Cleveland, hasta la exclusiva Tommy Hilfiger– vamos a recolectar; y Pequeño Mundo se ha convertido en un templo de la recolección, del descubrimiento.
¿Quién dice que aquel adorno tan opaco entre los anaqueles no puede iluminar mi sala? El reto para un comprador es encontrar un mínimo tesoro entre el apelotonamiento, salir vencedor entre la confusión. Los precios bajos mejoran la experiencia. El llamado “arrepentimiento de comprador” es tan pequeño como sus costos. ¿Y si al final nunca me pongo aquel pantalón? Total, solo perdí ¢4.500.
Gustavo Vargas insiste en que la magia radica en la depuración de su oferta. Dice que no es cualquier negocio el que, como este, insta a sus potenciales proveedores a postularse a través de su página en Internet.
Para esta nota, tratamos neciamente de conversar con el presidente de la compañía. En nuestro último intento nos informaron de que se hallaba en un viaje de negocios –¿adivinan?– en China.