Cuando hablamos de “ellos”, hablamos de nosotros. Decimos más de nuestros complejos, de nuestras preocupaciones, de nuestra forma de ver el mundo, que de sus acciones. Hablamos de nosotros mismos. Esa gente, ese colectivo abstracto del cual formamos parte y con el cual nos cuesta tanto hacer las paces. A ellos, a esos millones de seres inferiores, les gustan las cosas más prosaicas: el fútbol, el reguetón, el megabar de Palmares. A nosotros no: nosotros vemos el mundial a escondidas, con culpa de por medio, o lo justificamos con comentarios filosóficos e intelectuales. Escuchamos “música”, no engendros tercermundistas de dembow. Somos otra cosa, muy distinta, o eso queremos pensar desde la comodidad de nuestra inmensa y acolchada superioridad moral.
En Pegan a un niño, el famoso tratado de Sigmund Freud sobre la génesis de las perversiones sexuales, el autor describe al acusetas de la escuela que todos llevamos dentro como ese que “siente placer ante el castigo ajeno”. Ese placer perverso nos convoca de maneras insospechadas cada vez que alguien –el otro– se equivoca. Cuando los demás cometen errores. Cuando el político de turno es acusado de corrupción. Es la oportunidad perfecta y máxima para demostrar que tenemos razón, que somos los buenos de la película y esperamos, para el malvado, la sanción correspondiente.
Pero esa gente que también somos, la que bota basura o se roba un libro de la biblioteca, está ahí para demostrarnos, día a día, lo equivocados que estamos. Es una maravillosa oportunidad que la vida nos regala para aceptarnos, imperfectos y pequeños, como los humanos que somos.
Aunque a veces nos guste más crear mitos e inventemos dioses que nos hicieron “a su imagen y semejanza” porque así es más fácil justificar nuestros errores, lo cierto es que la otra gente, esa de la que tanto nos quejamos, está ahí como recordatorio de nuestras zonas grises, de la ausencia de totales absolutos en nuestro pequeño universo. Lo que nos cuesta entender del acto ajeno es que la maldad de los demás no nos hace automáticamente buenos. Estamos en problemas cuando nos basta con la crítica pero no pasamos a los hechos.
Pensarnos como parte de esa colectividad, hacer las paces con ese infante sapo y perverso, es el primer paso para resolver, de una vez por todas, nuestro conflicto moral con el otro, que no es otra cosa que una lucha interna por aceptarnos, en el día a día, a nosotros mismos.
Tal vez la imperfección de los demás y su vocación por el yerro algún día dejen de desviar nuestra atención de lo realmente importante: que en el camino del juicio cotidiano, se nos olvida querernos como somos, por detestar en el otro lo que nos incomoda de nosotros mismos.
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