Fotos: Jeffrey Zamora
Con su marcado acento español de eses arrastradas, Pilar Gallego me dijo, emocionada, que ellos también llevaban quince años sin visitar La Fortuna.
La conversación sucedió mientras nuestros caballos trotaban colina arriba, en los altos de la finca que circunda el hotel Arenal Lodge, uno de los más antiguos y afamados de la zona. “Vinimos en un viaje de novios”, comentó, refiriéndose a ella y a su esposo, Carlos Quintana, “ahora hemos vuelto con el niño”, agregó, señalando al pequeño de cabello rubio, Carlos Junior, el heredero, Carlos el Segundo.
A la familia Quintana Gallego los separaba un océano completo de La Fortuna de San Carlos, y por ello les tomó tres lustros hacer el camino de regreso desde Madrid hasta las faldas del volcán Arenal. Entre mi apartamento y La Fortuna existen, a lo sumo, tres horas en vehículo terrestre liviano, y sin embargo me tomó la misma cantidad de tiempo regresar.
Uno es así: a veces olvida que a este país le tocó cartón lleno en el bingo de la diversidad biológica y selvática. Plusvalía de la multiplicidad, le llamo yo. Uno es así: olvida que es tan sencillo como tomar un bus o echarle gas al tanque del carro para estar, de pronto, rodeado por paraísos por los que los turistas extranjeros están dispuestos a cruzar océanos.
Así, incluso para alguien clínicamente alérgico –no es cierto– a madrugar como yo, se torna inocuo el sacrificio de despegar las pestañas a las 3:30 de la madrugada para partir dirección zona norte a las cuatro a eme puntuales.
La Fortuna es así: por verla, sentirla, vivirla, vale la pena madrugar. Vale la pena cruzar océanos por ir a La Fortuna.
El pinto y el lago
La aventura comenzó sobre las aguas.
Tras cruzar la Gran Área Metropolitana a horas previas a la salida del sol, mis compañeros Jeffrey –fotógrafo– y Juvenal –chofer y guía turístico con una veintena de años de experiencia– arribamos al hotel San Bosco, ubicado justo en el centro del pueblo de La Fortuna.
Una de las opciones de hospedaje con más años de experiencia en la zona, el San Bosco cuenta con 33 habitaciones desde su apertura, en 1986. Nuestra parada allí fue breve, pero sustanciosa: el mejor pinto con huevo del viaje lo disfrutamos aquí, como parte de su habitual buffet de desayuno.
En punto de las 8 a. m., sin embargo, llegó el momento de ponernos en acción. Una buseta de la compañía Desafío pasó por nosotros para llevarnos, primero a sus oficinas y luego, al lago Arenal.
Pionera en la implementación de los deportes de aventura en el país, Desafío ofrece un menú de tours que aprovechan las bondades de la zona: campo traviesa, rafting , kayak; su más reciente inclusión entre sus opciones se llama Gravity Falls , un recorrido que poco tiene que ver con la caricatura del mismo nombre y que se enfoca más bien en atravesar cañones de la zona. Un agasajo de adrenalina.
Nosotros, sin embargo, nos dirigíamos al lago. El stand up paddle es un deporte traicionero. Traicionero porque, cuando uno piensa que ha aprendido a dominar la tabla, cuando uno piensa que ha encontrado su equilibrio para flotar de pie sobre las aguas, un ligero movimiento a la izquierda o la derecha da al traste y el periodista cae al agua con estruendo.
Eso sí, cada caída solo aumenta la diversión. Rubén Jiménez, nuestro guía de turno, se encargó de que cada momento fuera al mismo tiempo relajante y retador. El stand up paddle involucra subirse sobre una tabla de surf , ponerse de pie en ella manteniendo el equilibrio, y utilizar un remo para impulsarse, girar o frenar.
Estuvimos en el agua cerca de dos horas, que incluyeron varios juegos y, también, momentos de relajación y meditación. Hay que dárselo a los chicos de Desafío: saben medir perfectamente cuándo uno quiere saltar y reír, y cuándo lo que toca es apreciar el bosque lluvioso que se cierne en torno al lago, coronado por el pico perfecto del volcán.
“Los deportes de aventura son más apreciados por los turistas extranjeros”, me contó Danny Araya, del área de Mercadeo e Innovación de Desafío. “Sin embargo”, agregó, “cada vez más ticos se están atreviendo a probar nuevas opciones”.
Tras remar y ganarnos un premio al final del recorrido –que incluyó frutas, agua y una de las cervezas más burbujeantes que recuerde en mi vida–, Araya nos condujo a Finca Paraíso Orgánico, un restaurante típico, incrustado en medio de las fincas de La Fortuna. “Luego de los recorridos, llevamos a nuestros clientes a alguno de los restaurantes locales con los que tenemos acuerdos. Así, impulsamos otros negocios de la localidad también”, contó Araya.
El bosque y el río
La primera noche la pasamos en el Hotel Tilajari, ubicado a las afueras de La Fortuna, lugar de trabajo de algunos de los meseros mejor educados que yo, un periodista poco habituado a los restaurantes de lujo, he conocido. Tan pronto despuntó el sol de ese día nos pusimos en marcha.
La primera parada fue en el Hotel Campo Verde, donde fuimos atendidos por Lisbeth Olmos y su hijo Fabián. Hace una década, Lisbeth y su esposo, John Peñaranda, ingenieros químicos de profesión, decidieron que era hora de aventurarse en el emprendedurismo. Impulsados por el arraigo de John a la zona, optaron por abrir las puertas de un pequeño hotel en La Fortuna.
Campo Verde es, sin duda, fiel a su nombre. Su espíritu es decididamente ecológico. No cuenta con piscina, ni con demasiados lujos. En cambio, ofrece a sus visitantes la paz y tranquilidad que solo se le da natural a, precisamente, la naturaleza.
Todas las cabañas están construidas con el objetivo de brindar la mayor privacidad posible a los visitantes; todas, además, tienen vista hacia el volcán. Además, son –o están en proceso de ser– autosuficientes: cuentan con paneles de energía solar para disminuir el consumo de recursos.
La finca en la que yace el hotel se extiende hacia un sendero que desciende hasta el río La Palma y se introduce en lo profundo de un bosque espeso y repleto de vida. La advertencia es utilizar abundante repelente de insectos, algo que los dueños del hotel consideran positivo. “Que haya muchos mosquitos solo quiere decir que la selva está viva y saludable”, asegura Fabián.
No miente. Durante los tres días en La Fortuna, topamos una y otra vez con toda suerte de reptiles, aves, insectos y hasta mamíferos –nada como un congestionamiento vehicular causado por una manada de pizotes que se adueñó de la calle–; lo que en otros bosques y parques nacionales es solo una esperanza, en La Fortuna se convierte en cotidianidad.
Los puentes y la adrenalina
Esa diversidad de flora y, sobre todo –porque, seamos sinceros, las plantas y los árboles no nos emocionan–, fauna se presentó también en el parque Mistico –así, sin tilde–, donde pudimos caminar, de nuevo, en medio de la jungla.
Mistico es uno de los puntos más visitados del país –el dato monumental que menciona Tadeo Morales, basado en estadísticas del ICT, es que alrededor del 8% de turistas internacionales en el país pasa por el parque– y con buena razón. Sus senderos otorgan a los visitantes vistas hermosas del volcán, el lago y el bosque; además, los caminos cruzan una y otra vez un cañón a través de puentes colgantes, similares a los ya famosos de Monteverde.
Concluidos los senderos, tocó pasar de cero a cien en cuestión de minutos. Tras la calma inherente a la caminata, pasamos a la más nueva atracción del parque y, hay que decirlo, de la zona.
El zorbing es, en esencia, esto: una pelota gigante de plástico, inflada y rellena de agua, baja a toda velocidad por una colina. El giro de la trama es este: dentro de la pelota, va un ser humano. O, a veces, dos.
Ha pasado una semana desde que realizamos el zorbing y sigo falto de palabras que alcancen para describirlo. Uno salta dentro de la bola, llena con más o menos agua –a mayor líquido, mayor velocidad y, por lo tanto, el viaje se vuelve más fuerte y extremo–, y luego la bola cae por un camino que desciende por la montaña. El agua evita que uno dé vueltas; más bien la gravedad lo mantiene a uno pegado al plástico. La adrenalina alcanza niveles que fácilmente pueden generar adicción: adicción al zorbing .
El masaje y la caipirinha
Nuestro último destino fue el primero de esta historia. El hotel Arenal Lodge es uno de esos lugares turísticos que hacen que uno odie su propia casa. Ubicado en la cima de una colina cercana al lago, el hotel es uno de los puntos tradicionales de la zona.
Abrió puertas en el año 1992, mucho antes de la explosión turística a la que ha sido sometida La Fortuna. Cuando el volcán calmó sus erupciones, los vecinos se mostraron preocupados: la principal atracción del área se había terminado, imposible saber cuándo retornaría.
Pese a las preocupaciones, sin embargo, La Fortuna goza hoy de una buena salud económica. Las opciones para los turistas son múltiples y, aunque es innegable que en su mayoría están pensadas para los visitantes de otros países, cada vez más se piensa en el turista criollo. El tico, en su mayoría, cuando piensa en vacaciones, piensa en playa y piscina. Pero poco a poco se está atreviendo a vivir y disfrutar la montaña, según los empresarios de la zona.
Empresarios como Teresinha Flores Fernandes y Wincson Eduber Zamora –conocido como Freddy–, dueños de Arenal Lodge, quienes nos recibieron personalmente –y acompañados por un coctel– tan pronto arribamos al hotel. Freddy, por cierto, es el bar tender del turno de la noche, y su mano es autora de la mejor caipirinha del país.
El agasajo en Arenal Lodge comenzó en la propia habitación. Todos los espacios en el hotel dirigen la vista al pico del volcán, sobre todo en los chalets, que tienen por pared un ventanal que otorga una vista majestuosa del Arenal. Lo mismo el área de masajes, donde Erlinda Ruiz dio a mi espalda la mejor hora de su existencia.
Más tarde, pasamos unas horas en el balneario Baldí, que cuenta con una veintena de piscinas de agua caliente y fría, toboganes y un restaurante, entre otras atracciones.
Al día siguiente, justo antes de partir, volvimos al agua, gracias a un tour por parte de la empresa Jacamar Tours. El kayak es una práctica dual: por un lado, es en extremo relajante; al mismo tiempo, es demandante físicamente.
Eso fue apenas después de la cabalgata junto a la familia de españoles, y guiados por don Ronald, el encargado de los equinos en Arenal Lodge. Siguiendo la ruta que don Rónald nos mostró, los españoles y mis compañeros llegamos hasta el punto más alto de la finca, desde donde podía apreciarse completa la zona: bosques, lago, montañas y, justo en el centro, imponente, el volcán Arenal.
Una vista por la que vale la pena incluso cruzar océanos.