Hacía una mañana espléndida para lavar y poner a secar hasta al marido. Sol y viento, ¡muuuucho viento! Por eso Anáis Delgado quiso aprovechar el clima para lavar todas las sábanas blancas de las camas: las puso a remojar y se midió frente al tendedero del patio para empezar a colgarlas, en un ritual que aprendió de su mamá, y esta de su abuela, y aquella de su tatarabuela.
El viento soplaba como suele hacerlo en el caserío desde que Anáis tiene uso de razón.
“¡Ahhhh, este bandido! Cuando me di cuenta, me envolvió
“Él es bien travieso. Se pone fuerte, fuerte, después del 15 de setiembre, como queriéndonos dar tiempo a los faroles. Parece que lo único que respeta es la celebración de la Independencia y la ilusión de los chiquillos de la escuela de participar en el desfile. Pero pasado el 15, no nos da tregua. Diciembre, enero, febrero, marzo' aquí no hay sombrilla que valga: o es con capa o es con plástico. Es la única forma de medio protegerse de los chubascos que se sueltan cuando rompe con fuerza”.
Anáis y todos los vecinos a la redonda se refieren a “él” como si se tratara de una persona. En Tejona, en Quebrada Azul, en Los Aguilares, o en la cuesta del Chopo' en cualquier punto entre Cañas y Tilarán, zona considerada la más ventosa del país y uno de los sitios del mundo donde el viento sopla más fuerte. Todos dicen que es “travieso”, “bandido”y hasta un “viejo verde” muy parecido al del verso de Lorca:
Prohibidas las enaguas voladas, a menos que sus dueñas quieran parecer un paracaídas en aterrizaje. Restringidos los
¡Ni se le ocurra correr en moto o en carro por los columpios que bordean Tejona, en las crestas de Montecristo! Acabará, como muchos, sumergido en las cunetas del camino, aruñado por las piedras.
“Él” extinguió las sombrillas en los alrededores de Tilarán, así que el que aparezca con alguna, dando vueltas por el parque, se da la pinta de extranjero en tierras. Los que han vivido aquí o dejaron plantado su ombligo en las tierras de viento y el agua, saben que en cualquier momento –sobre todo en temporada alta– la sombrilla sale volando y termina retorcida e inservible.
Justo en el cerro de La Cruz, colindante con el cementerio de Tilarán, los más osados escalan hasta la cima y juegan a lanzarse. Lo desafían porque saben que “él”, aunque travieso, “viejo verde” y destructor, llegará a sostenerlos para que no caigan al vacío. “Es como una mano de aire que lo atrapa a uno en pleno vuelo y no lo deja caer. ¡Así es de fuerte!”, dice Noemy, de pelo rizado y una de tantas que prefiere no usar enagua.
El techo de la casa de Anáis está atornillado desde el día en que sus latas fueron levantadas y lanzadas a varios metros del altillo. Como muchas otras viviendas de Quebrada Azul, su corredor está rodeado por una pared de vidrio, única forma de controlar la entrada de las ráfagas, que ya han hecho de las suyas adentro pues botan platos, arrancan cortinas y mojan el piso cuando la llovizna se convierte en cómplice. Unas 25 veces al año, Anáis reporta averías telefónicas, caída de cables de electricidad sobre el camino de lastre o ruptura de postes.
Pero a los lugareños nada de eso parece importarles. Tampoco les molesta caminar contra un huracán en temporada navideña, o caer sentados a mitad del parque porque una ráfaga los empujó' ¡Todo bien vale la pena! La gente de Tilarán y alrededores no puede vivir sin su escandaloso y “tortero” vecino.
“No soporto esos silencios. Lo extrañamos cuando se va. Pero cuando rompe otra vez, decimos, ¡qué dicha! Volvió”, asegura Mayela Boniche.
Les trajo al ICE, que colabora en la construcción de caminos y otras obras comunales, dice Jimmy Quesada, ingeniero de caminos del ayuntamiento local. Y su fuerza –solo comparada con la del viento en algunas regiones de Brasil, Estados Unidos y Holanda– le inyecta al país 20 megavatios de energía eléctrica.
“Él” trae turistas que se impresionan por las turbinas eólicas que, con sus 45 metros de altura, vigilan a todos desde los cerros de Tilarán. Trae ciclistas que, enardecidos con el espíritu de competencia, se porponen desafiar las ráfagas –de hasta 180 kilómetros por hora– y dotar de resistencia a sus cuerpos. Y les trae agua.
Porque no viene solo. Ya a doña Anáis se le ha metido a la casa con lloviznas de intensidad moderada a fuerte, como diría un meteorólogo. Son esas aguas en chubasco, aguacero torrencial o tormenta, las que mantienen verdes los potreros y sembradíos de la zona. Los potreros son alimento de cientos de cabezas de ganado que, como las dos vacas de Miguel Chaves, pacen con sus cuatro patas bien plantadas entre el zacate para que el viento no las “arreé” con la fuerza que ha volcado los murtos de las cercas.
Y los sembradíos siempre están dando cosecha en esas tierras rojas. Mientras el resto de la bajura y la altura guanacasteca hierve de calor, esta zona bendita rebosa de verde.
¡Si lo sabrá Beltrán Elizondo, el fundador de las Parcelas! Estaba joven, recién casado con Alicia, pero sediento de un pedazo para plantar sus frijoles, el maíz y los hijos que Dios quisiera, cuando fijó sus ojos en estos territorios colorados. “Las tierras eran puro viento y agua, y parecían demostrarlo como para echarme miedo y hacer que me devolviera”.
El cerro Arancibia, donde nació hace 70 años, no tenía mucho futuro qué ofrecer a un joven lleno de hormonas. Así que apenas supo que el dueño legal de sus futuras tierras tenía monte virgen, organizó a un grupo y se fue a meter en lo que hoy se conoce como Parcelas de Quebrada Azul, en Tilarán.
Para tener tierra, casa, agua, luz y un pedazo de camino (aún le deben el asfaltado de 4 kilómetros de trocha), Beltrán debió tocar la puerta a tres presidentes (don
Cuarenta y pico de años después, ahí está Beltrán, escogiendo el mejor grano de maíz sentado en el corredor de su casa, donde el techo ha salido volando dos, tres, cuatro veces... Claro, él también debió atornillar las latas del techo a las vigas.
Cercó su pedazo de cerro con manzana de agua y “greifrú” y usó palos de madero negro para poste. “¡Viento y agua es Tilarán!”, dice pelando sus dientes, instalados en un rostro que el viento se ha encargado de quemar mientras se parte el lomo entre las eras de la milpa.