Tengo una teoría: la familia también está hecha de extraños. Personas que no conocemos del todo. Llenos de secretos. Cuando estaba pequeña tenía muchos problemas con mi mamá; en esencia porque sentía que no me entendía. Ella no comprendía por qué cuando íbamos a un supermercado no pedía golosinas cuando me ofrecía. Por alguna razón nunca me sentí cómoda quitándole dinero. El resultado final era un pleito desastroso y su conclusión era que yo nunca sabía qué quería; y ser así de indecisa es una sombra de la cual no puedo escapar.
Unos diez años después la cosa sigue parecida. Hace poco me dijo: “Si fuera su novio no sabría como complacerla”. Estábamos en el mall; yo no quería comer comida rápida pero eran las 4 p. m. y no había almorzado, y eso es para ella un pecado mortal. Decidimos tomar café pero para que eso sucediera tuve que entrar al baño, llorar la chicha, respirar profundo, lavarme la cara y respirar profundo una vez más. Me tomó años entenderla y dejarla ser. Lo mismo le pasó a ella conmigo.
Hemos tenido buenos ratos juntas. Hace mucho íbamos en el carro para la casa, pero antes pasamos por pollo asado para llevar; de camino el carro se varó. Terminamos comiendo dentro del auto en una calle con una antena del ICE al lado. Nada nos preocupaba. Ni la oscuridad, ni la soledad, ni la probabilidad de nunca llegar de nuevo.
He llegado a la conclusión de que si ella no fuera mi madre, igual me caería bien. Y eso es amor. Me caería bien porque es nítida y vulgar.
Porque cuando yo era pequeña y temía hablar con extraños, me obligaba a ir donde el pulpero y pedir lo que quería. Me obligaba a estar de pie al frente de otro extraño, verlo a los ojos y no temerle.
Porque una vez se rasuró las piernas en las bancas del estadio donde entrenaba fútbol mi hermano. Porque le saca el dedo del centro a cualquier hijueputa que se le atraviese en la carretera. Porque odia contestar el teléfono. Porque cuando vamos a almorzar y come mucho, se quita el brasier en el carro, lo guarda en la guantera y una semana después se acuerda. Porque a veces no encuentra el teléfono de la casa, y luego me dice que estaba dentro del refrigerador. Porque en las fiestas familiares se va temprano. Porque aún cuando el dolor de los huesos no se lo permite, se sube a un banco para cambiar cortinas.
Todavía no la entiendo del todo, así como ella no me entiende a mí. Pero lo intentamos a nuestra manera. Desde que empecé a escribir y ella a leer (me), comenzó a conocer lo que pasa por mi cabeza. Desde que yo dejé de vivir con ella comencé a extrañarla.
A veces paso semanas sin verla y cuando estoy haciendo cosas comunes como lavando platos o tendiendo ropa la recuerdo sentada en la mecedora tejiendo; o tomando café todavía medio dormida; y siento de la nada un montón de amor.
Mi papá me decía que el problema entre nosotras es que somos muy parecidas; yo decía que era todo lo contrario. Ahora pienso que solamente no nos conocíamos; no como las leyes naturales lo dictan. Hace poco me encontré unas fotos que él le tomó cuando eran novios. Todas las tomó de lejos, ella ni sabía. Quiero creer que en esos momentos capturó un recuerdo del cual no quería desprenderse, de ella.
De una señora de pelo negro y grueso; infinita y compleja que poco a poco se ha convertido en mi amiga; y que cuando no lo era lo intentaba.
De todo lo que he aprendido de ella —lo bueno y lo malo—, el mejor consejo que me ha dado es lavarme los pies antes de dormir.
Cuando vivía con ella no lo hacía, pensaba que era una orden. Creía que lo único que quería era no tener que lavar la colcha esa semana. Pero luego saqué mi cabeza de las penumbras adolescentes.
Entendí que la única razón por la que me pedía que me lavara los pies era para poder empezar de nuevo todas las noches. Sin basura que duela majar, sin dolor o rastros de un mal día.
Ahora cuando salgo del trabajo tarde, y hace frío, y estoy confundida y triste porque sí, me lavo los pies antes de dormir; y si todavía haciendo eso no me siento mejor al menos sé que no voy a tener que lavar la colcha la próxima semana.