Don Alberto era un hombre delgado e insípido. Apenas si lográbamos escuchar su voz en las clases, oculta bajo el murmullo cargado de hormonas de un grupo de cuarenta adolescentes hacinados en el aula de un colegio público. Todos, sin excepción ni temor de dios, le decíamos “Sor Beto”, en un juego de palabras sexista y espeluznante que, de la risa, nunca nos atrevimos a cuestionarnos. Estábamos en clase de religión, materia obligatoria para todo aquel estudiante que no tuviera el superpoder de la carta firmada por el pastor de su congregación. Don Beto, siempre resignado y medio triste, fue quien me quitó el miedo al infierno. El diablo siempre ha sido, por necesidad y desesperación, el mejor amigo de las mamás que intentan ganar la batalla educativa contra sus hijos: en mi casa, cuando fajazos, gritos y pellizcos se mostraban inútiles le tocaba el turno a él, siempre infalible. Yo, que me crié en los ochenta, en mucho aprendí a hacer caso por miedo, y mi adolescencia estuvo permeada siempre por el trauma de los “tres días de oscuridad”.
“Don Beto, si dios es amor, ¿por qué querría destruirnos a todos con una lluvia de fuego?”. Aquellos famosos tres días de oscuridad, que todos esperamos hasta el cansancio con morbo, susto y la casa llena de candelas benditas, agua en botella y latas de atún en la alacena, nunca llegaron. Eran la descripción de los horrores de la II Guerra Mundial, importados del Viejo Continente por misioneros migrantes que vieron lluvias de fuego caer sobre sus pueblos, casas y familias, quienes sobrevivieron durante meses en refugios antibombas oscuros y húmedos hasta los que el amor de dios no extendió su manto. “La oscuridad se lleva en el corazón, Adriana”, fueron las palabras de don Beto.
Don Beto me enseñó a desconfiar de quienes usan al diablo para meter miedo. Pero más importante aún, me enseñó a dudar de quienes utilizan a dios como excusa para justificar la oscuridad de sus corazones. Mi profe de religión fue quien me dijo que si la iglesia estaba interfiriendo en mi desarrollo espiritual, era mejor dejar de ir. Y hasta el día de hoy se lo agradezco. Porque seguimos viviendo en un Estado confesional, en el que la educación religiosa es obligatoria pero la educación sexual es cuestionada. Un país en el que un grupo históricamente favorecido –la Conferencia Episcopal– habla de persecución cada vez que un grupo de ciudadanos alza la voz para pedir una reforma que garantice una separación clara entre la Iglesia y el Estado.
Ya don Beto murió, pero creo no equivocarme cuando digo que, sobre esta discusión, él solo diría una cosa: el nombre de dios en una Constitución Política no garantiza que Costa Rica sea un país de bien. Por obligación, no. Por miedo, tampoco. Estamos en problemas serios si pensamos que la gente necesita un dios constitucional para ser buena, decente y correcta en su proceder. El Estado laico no representa una amenaza para ningún sector del país. Al contrario: es un paso más hacia el desarrollo humano y el ejercicio práctico de la libertad de culto, una base para el respeto y trato justo hacia todas las personas, una necesidad urgente que no debemos seguir postergando. “No tengan miedo”, serían sus palabras.