El genocidio ruandés cobró alrededor de 800.000 víctimas, principalmente del grupo étnico tutsi, en medio de un conflicto político con el grupo étnico rival de los hutus. La masacre se perpetró en tan solo 100 días entre abril y mediados de julio de 1994. Se le considera el genocidio más intenso del siglo XX, ejecutado con una barbarie nunca vista en la historia contemporánea.
Este acontecimiento obligó a una investigación internacional que usó un acercamiento científico. En 1995 tuve el honor de ser invitada como antropóloga forense por la organización Physicians for Human Rights, como parte de un equipo internacional formado por otros antropólogos, arqueólogos y patólogos forenses, para realizar las investigaciones y reunir la documentación para ser presentada ante el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, en Tanzania, con el propósito de proveer justicia y ayudar a la transición, al juzgar a quienes planearon el genocidio.
Los científicos trabajamos en la zona de Kibuye (a la orilla del lago Kivu, que sirve de frontera con la República Democrática del Cogo) porque durante el genocidio había allí una alta población tutsi. Teníamos dos propósitos: analizar restos y exhumar una gran fosa común.
Comenzamos la búsqueda y el levantamiento de restos en los montes aledaños, hacia los cuales las víctimas habían tratado de escapar de las persecuciones. Los perpetradores se referían a estas persecuciones como “ir de cacería”, para las cuales se adentraban a los montes con machetes. Era común que los machetazos estuvieran dirigidos a la parte inferior de las piernas para cortarles el tendón de Aquiles a sus víctimas y así dejarlas inmovilizadas antes de matarlas.
Hacíamos los recorridos acompañados de soldados cascos azules de la ONU, en medio de una gran tensión porque teníamos que estar vigilantes de municiones que podían explotar sorpresivamente, y atentos a cualquier signo de inseguridad.
La fosa común se hallaba en la propiedad del templo católico de Kibuye, donde cientos se refugiaron pensando que estarían seguros. Sin embargo, la aglomeración se convirtiría en una oportunidad para que fueran asesinados colectivamente.
Al abrir la fosa comprobamos que contenía alrededor de 500 víctimas, cuyos restos estaban mezclados entre sí en diferentes estados de descomposición, incluyendo la reducción esquelética. Esto hizo más difícil el levantamiento porque se podía estar trabajando con cuatro o más cuerpos simultáneamente.
Hicimos los exámenes en una morgue provisional en las afueras de la iglesia. Logramos identificar a cada víctima por sexo, edad y otras características. Sin embargo tuvimos un mínimo éxito en lograr una identificación completa porque no era factible obtener muestras de ADN en gran escala debido a que familias enteras murieron en la matanza o fueron separadas.
Durante mes y medio trabajamos de sol a sol, en condiciones precarias, para aprovechar todo el tiempo disponible. Un té ralo y un par de tostadas sirvieron de desayunos ante la carencia generalizada que se vivía en ese entonces. Eso para no hablar de la imposibilidad de un aseo personal mínimo, pues lo debíamos hacer con baldes con agua sacada del lago Kivu. Aquel fue un arduo trabajo pero, aún así, hubo momentos especiales.
Este abril se conmemoran los 20 años del genocidio. En retrospectiva, claro que haber participado fue valioso desde el punto de vista humanitario, pero también me dio la oportunidad de continuar involucrada en este tipo de trabajos en diferentes países durante los años siguientes, abogando por los derechos humanos y la dignidad a las víctimas. Si tuviera que hacerlo de nuevo, definitivamente diría que sí.
* Antropóloga forense costarricense radicada en Londres, especializada en investigación en derechos humanos.