Después de la muerte de mi papá, lo más difícil es aceptar que no voy a entrar en una crisis depresiva; que sigo disfrutando como antes. Hace un par de meses hasta olvidé en cuál mes murió. Luego me acordé. Pero él sabría que es lo quiero decir con esto, entonces no importa.
La cuestión es que mi mamá se ha encargado –toda su vida– de darme lo necesario para estar bien. Cuando no tenía trabajo, me daba plata para devolverme a la casa, después de salir a lugares que más tarde terminaría detestando. Ella eso lo sabía, por eso me dejaba ir.
Me dejaba encerrarme en el cuarto mientras yo me subía la blusa para ver si ya me estaban creciendo; y me sigue haciendo el ruedo en los jeans porque siempre me quedan largos.
El día que murió mi papá fui a un concierto con M y con A. Tocaba el grupo de Pardo. M y A me dijeron que ese día hacían lo que yo quisiera. Entonces pasamos la noche en un balcón con árboles y muchas plantas, comiendo pizza y tomando té frío, y nos reímos de los chistes de Pardo. Luego me fui a caminar por el bar; quería ver como era. Era como un salón del Titanic.
Una casa vieja, con puertas de madera. Encontré un cuarto vacío donde alguien alguna vez durmió. Tenía un patio pequeño donde me senté un rato. Traté de llorar pero no pude. Luego entré al baño que era también viejo. Ahí si lloré un montón.
Luego salí y pedí una copa de sangría y me senté junto a M y A en un sillón tan pequeño que no se podían contar cuantas piernas había. Cuando me preguntan cuál es mi lugar favorito, pienso que a veces, ese es uno. Ese sillón.
Ese mismo día, pero más temprano, cuando entré al apartamento después de estar en la funeraria, esperé a que llegarán M y A, a pesar de que sabía que no tenían mucho que decir. Entonces decidimos no decir nada. En cambio llenamos el techo de humo, pusimos música sin voces, yo saqué el sillón lo más que pude a la calle porque pegaba el sol y me hice una bolita mientras pensaba en muchas cosas.
Primero pensé en el dolor. Luego en ellos.
En estos dos extraños que estaban ahí, conmigo, dentro de una casa con el portón cerrado, y yo cada vez más diminuta, convirtiéndome casi en la pelusa que se esconde debajo del cojín.
Dice el comediante Louis C. K. que uno de los actos más valientes que puede hacer una mujer es salir con un hombre, con uno completamente desconocido. Cierto.
Pero yo estaba ahí, con un par de personas que hace algunos años no conocía. No sé cuál era su color favorito cuando tenían 5 años. No sé a qué le temen cuando se sienten completamente solos.
No sé qué hicieron sus mamás para que se sintieran bien. Pero ahí estaban, conmigo, dándome nada más que su presencia, esperando que eso aliviara algo. Alivió.
Cuando le conté a mi mamá – hace como un par de años– que iba a ir a la playa con cinco amigos, hombres, extraños, se le abrieron los ojos demasiado y me prohibió ir. Luego le expliqué.
"Má, usted no entiende. No son personas cualquiera; son mis amigos. Creo que hasta les doy asco. Ya nos conocemos tanto que me felicitan cuando se me ven bien las nalgas en un jeans".
* * *
Yo tengo amigas también, pero no viven en Costa Rica. Tengo dos, no más. Cuando me di cuenta de que me había quedado atrapada en un núcleo con cinco hombres pensé que era raro, lo bien que me sentía. Engordé, eso sí. Pero llevamos una vida muy simple. Tenemos muchas fotos; una muy borrosa de una ida a un volcán a las dos de la mañana.
Muchas fotos de cuando íbamos a visitar a Pablo a la playa donde trabaja con personas que no conocemos. En esas sale A tratando de robarse la parte de arriba de mi vestido de baño. Sale M tirado en el suelo, esmorecido por la falta de aire, de tanto reírse. Sale Xavier dormido en el cajón de un pick up , salimos Fer y yo tirados en la arena, mientras Xavier y Pablo están sentados en un tronco viendo el mar. No tenemos una de los seis.
No somos una foto vieja, no somos ni siquiera una foto. Somos apenas siluetas que compartimos un lugar donde no sabemos nada, ni siquiera qué pasará.
Yo no me considero una adulta; es decir, no sé bien que quiere decir eso. Si hablamos de números entonces sí, lo soy. Pero no soy capaz de sentirme de una edad específica; a pesar de eso, me dicen mucho abuela.
Por esas razones que ya saben: salgo poco, duermo mucho. Tomo poco, duermo mucho. Esto dificulta mucho el proceso de hacer amigos, que ya a esta edad, es algo casi ridículo de pensar. En especial, porque ya tengo. Con esos estoy bien. Cuando salimos nos cuesta un poco relacionarnos con otras personas. No hacemos más que comer algo, salir a dar vueltas en el carro, llenar el techo de humo, comer algo más. Escuchar música, nos gusta la misma música.
Pero sí hablamos con otras personas, todo el tiempo. En el trabajo, en la calle, en el cine. También tenemos citas, con otras personas, algunas buenas y malas, personas buenas y malas. También no tenemos citas, nunca. Cambiamos de trabajo, y nos quedamos sin trabajo. Nos mudamos de casa. Dejamos el país por un año. Por más de un año. A ratos nos odiamos, la mayoría del tiempo no. Casi nunca no. Nunca en serio. Tenemos otras vidas fuera del núcleo, otras donde los cinco no cabemos. Somos un matrimonio de revista.
Es posible que en muchos años dejemos de vernos, y olvidemos por qué calzábamos tan bien. Es posible que M viva en Panamá, sea socio de un gringo y trabaje con algo relacionado a los números, y viaje de vez en cuando en diciembre a visitar. Que Xavier pasé muy ocupado diseñando muebles en Europa. Que Fernando cambie tanto de número que no podamos seguirle el rastro, pero a cada rato aparecerá. Es posible que Pablo dé seminarios en todo el país sobre las nuevas tecnologías en el cuidado de las muelas, y no tenga mucho tiempo para nosotros, y que A pasé demasiado rato, encerrando, fumando, escribiendo y enojado.
Pero por ahora, tenemos esto. Esa foto que no existe de los seis.
Tenemos algo que no sabemos qué es, pero espero que, sea lo que sea, esté apenas empezando.
* * *
El otro día vi The Lobster, una película que habla sobre la necesidad de sentirnos enamorados, de tener un amor verdadero para esta vida. En la película, el actor principal vive en un hotel donde tiene solo 45 días para enamorarse, pero si no lo hace debe convertirse en un animal. Entonces él explica que le gustaría ser una langosta porque estos crustáceos se aman para siempre, hasta el fin de los tiempos.
Bueno, yo no tengo una langosta; es posible que nunca llegue a tenerla, o que llegue muy tarde, o que llegue y ya no la quiera, o que cuando llegue no la necesite, o es posible que ya llegó y que yo no me he dado cuenta. Pero cualquier resultado me da lo mismo, por ahora. Porque al menos sé que tengo esto: a ellos. No son mi langosta, son mis langostinos. Casi lo mismo, pero no.
Son tal vez hasta mejor, porque sin tener que hablarlo, tenemos la decencia de aceptar que esto, que amamos tanto, no está garantizado que dure para siempre.