Tinta fresca: "El verdadero pleito es con uno mismo"
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Somos una amalgama de imperfecciones. Un desequilibrio de material genético, después permeado por un sinnúmero de accidentes emocionales, con los que empezamos a tropezar desde antes de nuestro primer paso. Somos lo que somos: criaturas únicas e irrepetibles, pero amarradas por un finito destino común..., el paseo un buen día se nos va a terminar. Rumbo a ese sino ineludible, ponemos la cara al sol como cartones de bingo expuestos a piedras y palos, haciendo de nuestras vidas torres de cartas que tientan la brisa.
La ilusión de seguridad, el mito del éxito. El eterno bregar contra las circunstancias o sobre ellas al ritmo del azar; esa figura caótica que a veces, absortos en un amor pasajero, confundimos con el destino.
Frente a tanta aleatoriedad existencial, y dado lo que nos ha sido dado (por mucho o poco que sea), resulta irrelevante lo que se tiene: el peso está en lo que se es.
¿Seremos más o seremos menos? ¿Qué es eso que decidimos ser?
Una mano que toma el codo, una cruz que se postra en la espalda ajena, una voz que no suma pero divide, una colección de poses, un elogio al ego, un termómetro del qué dirán. ¿Qué será lo que dicen? ¿Qué importancia tiene?
Nos encogemos de hombros, nos lavamos las manos, acallamos la conciencia. Rotamos alrededor de nuestro propio eje. Ceguera mental, prisión emocional; dedos que señalan con más facilidad de la que debieran, y siempre al prójimo, como si de un acto reflejo de supervivencia se tratara. Distraer los fantasmas, alimentarlos. Comerse cualquier bronca... menos la propia.
Mientras tanto, la viga en nuestra mirada dibuja la circunferencia del iris: podría robarle su color y aun así no nos daríamos cuenta de cuánto cargamos dentro. Pero esa procesión interna, por muda que sea a nuestros oídos, arde multicolor en cada uno de nuestros actos. Nos expone de cuerpo y alma, nos retrata para la foto.
Lo que nos frustra, lo que nos reprime, lo que nos resiente, lo que le cobramos a la vida... como si la vida nos debiera algo.
¿Hasta cuándo?
Para perdonar a los demás hay que empezar por perdonarse a uno mismo. Ver hacia adentro, enfrentar los demonios, negociar la paz. Y entonces sí, volver a comenzar.
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