Mis padres se casaron al mismo tiempo que Mario Alberto Kempes perforaba, en tiempos extra, el arco del portero holandés Jan Jongbloed y coronaba a la Argentina como reina universal del fútbol. Si el nuestro fuera un país de cuatro estaciones en el norte del continente, diría que Alexis y Susana se dijeron el sí en el verano del 78, el principio de una unión que perduró hasta abril del 2012, cuando Ma pasó a vivir solo en el recuerdo de quienes le sobrevivimos y extrañamos.
Yo nací casi una década exacta después del matrimonio, cuando mis hermanas ya tenían nueve y siete años, lo que significa inequívocamente –aunque mis padres nunca me lo admitieran– que fui un golazo más tardío que los de Kempes.
La salud financiera de mi familia mejoró mientras yo crecía, pero desde el momento en que Kempes hizo campeón a Argentina, mis padres se dedicaron a trabajar en jornadas completas; es decir, que tanto mis hermanas como yo crecimos bajo el ojo –a veces más, a veces menos– protector de terceras personas. Por la infancia de mis hermanas desfilaron varios nombres, pero en mi vida solo existió una.
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Hilda se llama Hilda Emérita Brenes, pero no recuerdo su segundo apellido. Tampoco recuerdo cuándo comencé a llamarla Jilda. Su esposo, Jose, es primo, o primo segundo, de mi padre. Viven, todavía, justo al lado de mi casa paterna, la que visito todos los domingos no laborales, aunque a Jilda la veo mucho menos y la culpa es mía: damos por sentado lo que siempre hemos tenido, sin considerar cuánto lo extrañaremos cuando ya no lo tengamos.
Jilda, vecina vitalicia de mis padres, comenzó a trabajar en casa cuando yo cumplí un mes de vida, y aunque ya está pensionada y las fuerzas no le rinden como antes, todavía visita a mi padre, todavía riega las plantas, todavía me deja un regalo de Navidad en mi cuarto o me llama por teléfono para desearme un feliz cumpleaños.
Jilda me preparaba sánguches de mortadela y queso amarillo por las tardes, y los viernes papas fritas para acompañar el arroz y los frijoles; Jilda nunca olvidó que no me gusta el plátano maduro. Jilda me lavaba mi camisa favorita muchas veces por semana, porque me gustaba ponérmela tanto como fuera posible. Jilda me persigna aunque yo no crea, me dice ‘portate bien’, me abraza cuando me ve y su cabeza me llega al pecho.
Nunca recuerdo su fecha de nacimiento y son raras las ocasiones en que toco el timbre de su casa para saludarla; nuestros encuentros, desde que me mudé fuera de la casa paterna, son resultado de la casualidad, y entre uno y otro pueden pasar meses. Pero Jilda nunca ha soltado queja alguna, por mucho que yo las merezca.
Hay cosas –personas, ideas, situaciones– que pienso sin pensar, cosas que doy por un hecho sin considerar por qué ni cómo. Jilda es una de ellas. En mi cabeza –pero no en la parte de enfrente, la parte que uso todos los días, la parte con la que razono y olvido, la parte que funciona como un tapete para esconder algunas cosas y destacar otras–, Jilda es infinita y eterna.
Ya debería haber aprendido la lección: perder a una madre debería ser advertencia suficiente para que uno deje de tomar las cosas por un hecho, de darlo todo por sentado, de no desaprovechar la oportunidad efímera, pasajera, de estar vivo. Pero aprender es una cosa y aplicar es otra: yo, que perdí a una madre, doy por sentado a otra.
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Cada día entre lunes y viernes, llegaba a casa apenas pasadas las dos de la tarde. Me quitaba la camisa blanca del uniforme escolar y me ponía una roja, usada y lavada hasta desteñir el tinte. Sin haber almorzado, tomaba la pelota y salía al patio a anotar goles contra una defensa imaginaria.
Sin que yo le prestara atención, al otro lado de la ventana tenía una audiencia que me preparaba sánguches de mortadela con queso amarillo que yo me comería un rato más tarde, sudado y agitado por los goles, pero sobre todo eufórico. Con la misma euforia de Mario Kempes.