Nací hace 84 años en Zarcero, en la casa que fue de mis abuelos maternos. En mi familia, fuimos dos mujeres y seis varones. Mis padres, Juan Rafael Morales y Fabiola Blanco, eran agricultores y apenas les alcanzaba para subsistir.
Vivíamos muy cerca del distrito de Laguna, en el límite con el distrito de Zarcero y no lejos de ahí vivía la familia de don Jesús Vargas y doña Jacoba Quirós, quienes tenían muchos hijos. A los 15 años, conocí a uno de ellos, Daniel ( Melo ), y fuimos novios hasta junio de 1956, cuando nos casamos.
De nuestro matrimonio, antes de mi enfermedad, nacieron dos hijas y un varón. Mi marido trabajaba como ebanista y yo hacía los deberes del hogar (cocinar, lavar mantillas porque no había pañales desechables, planchar, cultivar chiles picantes). También íbamos a bailar, y salíamos juntos a pasear o a la iglesia.
Pese a que dependíamos de un salario raquítico, éramos y seguimos siendo una familia feliz. Con la fe en Dios, los buenos vecinos, los parientes cariñosos y un clima delicioso, los dos íbamos echando para adelante.
Cuando mi hija mayor tenía 16 años, yo empecé a sentir mucho cansancio y un fuerte dolor en el brazo, que subía al hombro y la espalda; pero seguí haciendo mis deberes sin quejarme. Me salió una pelotita en de uno de los senos. Una señora me dijo: “No te asustés; es un cebillo; calentalo y te vas a aliviar”. Mas seguí peor, con un dolor continuo. Hasta que me sacaron cita donde el doctor Vargas Chacón, que atendía por el parque Morazán, en San José. Él me examinó y dijo: “Quedate para verte mañana en el San Juan de Dios”. Me hicieron distintos exámenes y, a los ocho días, me informaron que había que operarme de inmediato.
“Es posible que haya que amputarte uno o los dos senos”, agregó. Yo no sentí miedo ni preocupación. “Dios tendrá algún propósito conmigo”, pensé.
Todos en la familia y en el vecindario rezaban por mí. Esperábamos un milagro. La cirugía fue grandísima, una herida de todo el pecho hasta la espalda. Y sacaron todo lo dañado.
Al ver mi mejoría, me dieron de alta. Eso sí debía ir cada dos meses; luego cada seis, y después cada año a medicina nuclear. Yo nunca fallé a las citas.
Pasados unos meses, sentí lo que las mamás experimentamos cuando hay un embarazo en camino. Las amigas me decían: “Son nervios”, pero el doctor Mariano Ramírez me sacó de dudas: “Diay, muchacha, estás embarazada”. Me asusté y me alegré a la vez, y di gracias a Dios. El doctor pidió a otros cuatro médicos que vieran mi caso. A los siete meses, nació mi hijo Christian, que pesó un poco más de 2 kilos y ya cumplió los 40 años.
Yo seguí con las citas de rutina y, hace 13 años, me detectaron cáncer en la vesícula. “Ahora sí”, me dije, “Sole, ya te llegó la hora de irte para el cielo”.
Pero yo me entregué a Dios y a la Virgen del Rosario, mi patrona y abogada, y la gente rezó, esperando otro milagro, y yo también.
Otra cirugía, en la que los médicos dijeron haber sacado todo lo malo. Cuando iba para la sala de operaciones, me preguntó la enfermera: “¿Usted se maquilló?” “No”, le contesté. “Es que va muy linda para sala”, me comentó. Ya hace 13 años de eso; mi esposo murió hace un año, pero aquí sigo yo con cuatro hijos y seis nietos que me chinean, y un Dios en el cielo que me cuida. Ya cumplí 84 años y estoy “pura vida”.